La distancia entre la verdad y la mentira es a menudo muy pequeña, tanto que ambas pueden aparecer mezcladas y hacerse indistinguibles a los ojos de cualquiera. Como bien decía el científico, divulgador y novelista Arthur C. Clark, «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Y en realidad esta afirmación es todavía más poderosa de lo que parece, si se afina un poco y se explica qué significa desde el punto de vista práctico eso de tecnología suficientemente avanzada. Porque no hace falta que sea una tecnología absolutamente vanguardista y desconocida por la mayoría de las personas; basta con que sea incomprensible por la persona que la percibe. El secreto de la magia está en el conocimiento que posee el mago tanto de ciertas tecnologías como de las limitaciones de nuestra percepción en el espacio y en el tiempo. Pero sobre todo el mago es un mago de la palabra, porque la palabra es capaz de influir e incluso rellenar y sustituir la realidad aparente percibida por el público, que resulta convencido y sometido por arte de magia.

El conocimiento de la magia de las palabras es tan antiguo como el lenguaje. La palabra es la herramienta más potente del repertorio de los chamanes de todos los tiempos. Y de todas las personas de poder, incluidos los políticos. Aparte de simplemente comunicar, la palabra tiene el poder de inducir emociones y mover a la acción. La pala-bra, según Aristóteles, es una de las razones por las que se puede definir al hombre como un animal social.

Aunque hablar parezca un acto sencillo, ya sabemos todos que hablar bien es un verdadero arte. Saber elegir y pronunciar las palabras en función del objetivo perseguido es algo que no está al alcance de cualquiera. En realidad, la buena oratoria es tan im-portante para la vida social como las buenas ideas. El mismo Demóstenes, reconocido como padre de la oratoria, tuvo que vencer difíciles obstáculos. Era tartamudo y, para evitar su tartamudez, se metía dos piedras en la boca antes de empezar a hablar. Demóstenes enseñó al mundo que la primera batalla de un buen político es contra sí mismo, contra su propia naturaleza defectuosa, porque el objetivo de todo «buen» político es convertirse en puro discurso, en pura palabra capaz de transformar las conciencias y las voluntades de sus conciudadanos.

La palabra, la oratoria política, sin embargo, es un arma de doble filo; igual que las palabras mágicas del chamán. La palabra es peligrosa si se desconecta de la realidad; el arte genuino de la oratoria se fundamenta en el ideal irrenunciable de la verdad, aunque ya sabemos muy bien que el tiempo que nos ha tocado vivir se mueve con otros motores. Y la oratoria y la política posmodernas son perfectamente compatibles con la mentira; tanto que se han acuñado neologismos tan mágicos como «posverdad» o «política posfactual». A fin de cuentas, como se han encargado de demostrar los estudiosos de las bases psicológicas de la ética, todos estamos predispuestos a la mentira, en cuanto nos convencemos de que nadie nos ve o de que nadie nos pillará el embuste. Curiosamente este mecanismo es bastante irracional, y no necesitamos tener la certeza absoluta sino solo «creernos» que nadie nos pillará. Una cierta separación entre el momento de la mentira y el momento del posible control puede bastar para autoconvencernos, o sea para autoengañarnos, y quedarnos con la conciencia tranquila.

Quizás por eso los políticos mienten con tanta facilidad durante las campañas electorales: qué lejos quedan el futuro gobierno y sus nuevas leyes. Lo más sorprendente del fenómeno de las campañas políticas es que todos, ciudadanos de a pie y políticos de estrado, caemos en la espiral de los discursos huecos y las promesas imposibles, y nos dejamos seducir por la mentira de la magia. Y una vez pasado todo, para cuando descubrimos el truco de un prestidigitador de la palabra como Pedro Sánchez, o el mago que esté de turno, ya es demasiado tarde para la verdad.

* Profesor de la UCO