Cuando Osama Bin Laden autorizó el ataque a las Torres Gemelas, no creo que su maledicencia alcanzase todas las ramificaciones de ese siniestro cuento de la lechera. Y no solo hablamos de las casi tres mil víctimas del día del atentado. Jaleó una guerra que a la postre solo ha servido para debilitar económicamente a Estados Unidos, amén de lacerar su prestigio internacional. Pero ese macabro carrusel se ha ramificado en otros lacerantes y retardados objetivos. Su imagen, su zona cero, hay que captarla en aquellos supervivientes que, como zombies, deambulaban junto a los escombros del World Trade Center cubiertos de un polvo blanquecino.

Más de mil personas han muerto en estos 20 años a causa de una hilazón directa consecuencia de aquella atmósfera post apocalíptica. En ese cóctel entre el queroseno de los aviones siniestrados, y otros compuestos tóxicos, destaca la presencia del amianto como elemento aislante de las Torres Gemelas -más de 400 toneladas solo en la Torre Norte-. Las indudables ventajas del amianto como material aislante se difuminaron ante la más que evidenciada lesividad que produce en la salud humana. De alguna manera, su pautado de incorporación en el engranaje industrial y la consiguiente generalización ha seguido caminos paralelos a la de otros agentes cancerígenos o teratógenos. Baste recordar que a principios del siglo veinte, los rayos X eran una atracción de feria, y el público se regodeaba con ver proyectado su esqueleto. La radiactividad precede al amianto en cuanto se tratamiento preventivo y regulador. También ha comenzado a prestarse atención a nuevas amenazas emergentes, como los efectos en la salud de la nanotecnología o los micro plásticos.

Al margen de la mayor sensibilización que debería haber reportado la imagen de los caminantes blancos de Manhattan, es justo reconocer que en nuestro país contamos con una rigurosa legislación para combatir a este agente contaminante. El amianto se ha llevado muchas vidas por delante aprovechando su inquietante condición de bomba retardada -baste recordar que las empresas con riesgo de amianto deben guardar los registros de sus mediciones durante 40 años-. Y no es una leyenda urbana que su afectación ha traspasado el umbral del ámbito laboral, con señoras afectadas por lavar en casa los trajes contaminados de sus maridos.

Sin embargo, frente a una legislación muy estricta, no se ofrece una capacidad de modular sus resquicios. Al igual que se ha hecho un notable esfuerzo para segmentar los diversos tipos de residuos, el amianto sigue siendo el gran desconocido en cuanto su tratamiento a nivel particular. Corre el rumor -que no lo es tal, sino una certeza- de que depositar en un contenedor un trozo de uralita, amén de no estar permitido, puede costarte un potosí. Pero poco más. Desinformación y cintura corta para dar respuestas a la ciudadanía. Fuera del ámbito de las empresas, o incluso en muchas ocasiones en el seno de las mismas, el tratamiento del amianto sigue siendo una tierra incógnita. Se echa en falta un mayor flujo de comunicación entre las organizaciones y las administraciones sociosanitarias, con especial atención al seguimiento post ocupacional de los trabajadores jubilados que en su día estuvieron potencialmente expuestos al riesgo de amianto. Quizá ese sea uno de los elementos colaterales del efecto mariposa. Nueva York queda muy lejos, pero los entraditos en años hemos jugado de críos a tirarle piedras a una caseta de obra. Precisamente de uralita.

* * Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.