No he vuelto a sentir aquella grata libertad que ensanchaba mi espíritu en todos sus rincones. En aquel tiempo, con poco era feliz. La vida de entonces olía a manzanilla y a malvas crujiendo en la paz de los corrales. El aire entraba y salía de las casas como un perro invisible, sin que nada se opusiera, ni siquiera los muebles o las plúmbicas cortinas con anillas aferradas a una larga barra de óxido que gemía en la ventisca como un grajo zarandeado por un niño travieso a la hora del atardecer. Es una imagen que asocio desde siempre al concepto más íntimo de la libertad, aquella que rezumaba al mediodía en las puertas abiertas de las casas de mi pueblo bajo los cielos azules del verano. Nadie temía, esos días, perder nada que no fuera el silencio ocre que bullía en el humilde frescor de los pasillos donde estaban colgadas las fotos pudorosas de los familiares ausentes y los difuntos. De algún modo la vida y la muerte se ayuntaban y se confundían en los gestos y las palabras de quienes vivían el presente como un trámite hacia otros espacios etéreos e invisibles donde el cielo acogiese a los desheredados, a quienes hubieron aquí de soportar numerosas fatigas para sobrevivir. La fe en otra vida a veces consolaba. No obstante, las necesidades materiales, la escasez de alimento, los remiendos y la desdicha de no disfrutar una economía holgada estaban allí cercando la existencia de familias cosidas por un fértil desamparo que, al final, casi siempre conducía a la emigración. Esta era, sin duda, la cara negativa de un mundo sencillo donde todos compartían lo poco que había y no robaban nada a nadie, aunque hubiese escasez y una gran necesidad de cubrir las carencias que había en muchos hogares.

La gente se conformaba con muy poco, aunque había más miseria y fatigas que ahora hay. Los frutos del campo, las aves del corral, la matanza del cerdo ibérico, el crujiente temblor riguroso del pan recién horneado, conformaban el breve alimento familiar. Y, aunque muchas familias sufrían necesidad y les costaba llegar a fin de mes (casi siempre quedaban en medio del camino) nadie solía robar dinero a nadie. Existía un respeto solemne y esencial a las pertenencias humildes del vecino. Y es verdad que la gente, ya he dicho, era más pobre en el plano económico, pero en lo espiritual destacaban sin duda el afecto inquebrantable y la interconexión que había entre las familias de la vecindad, enlazadas unas a otras, aunque no compartiesen ni un gramo genético. En aquella edad las casas tenían alma, y en ellas temblaba, adosada a la penumbra, la tenue respiración de los ausentes, la voz de las almas que nos habían precedido. Y eso creaba nobleza en el ambiente. Las puertas abiertas invitaban a los abrazos y hacían que las casas rebosaran de un afecto que jamás desde entonces he visto en torno a mí. Durante los meses de invierno eran más tristes, pero al llegar los días del verano, incluso en los meses ya de primavera, las casas se abrían como cálidas granadas maduras de luz a una insólita alegría que respiraba en quienes las habitaban. Todas las puertas del barrio en que crecí y maduré creyendo en el respeto, la dignidad, la ternura y la honradez, estaban abiertas y uno entraba con frecuencia a la del vecino sin pedir ningún permiso para conversar con él de cualquier tema: la recolección de las frutas en el verano, las tareas de la siega o el trabajo de la era en la hora rosada de la canícula estival. Nada tiene que ver aquel tiempo con el de hoy. La vida de ahora es mucho más materialista y no se valoran tanto como entonces el respeto a lo ajeno y la familiaridad, la honradez sin excusas, la ternura y el afecto. La gente ha cambiado en los pueblos y las ciudades. Hoy desconfiamos de todo y nadie deja, ni siquiera en verano, a la hora del atardecer, cuando la brisa agita las cortinas con su mano violeta, la puerta de su hogar abierta, porque sabe que puede llegar cualquier intruso a robarle lo poco que tenga resguardado en un cajoncillo del aparador. El miedo de hoy siega la serenidad de saber que el respeto antaño protegía, igual que el afecto, la honradez o la dignidad, lo que guardabas en tu casa.

No es difícil que algunas costumbres de mi pueblo en otro tiempo fueran semejantes a las de cualquier barrio de la ciudad que habito. No sé si aquí en Córdoba había esa costumbre de dejar entreabierta la puerta del hogar; pero lo que es seguro es que hoy es imposible. El miedo cercena nuestra libertad más íntima, y nada hay más duro y más desagradable que alguien entre a tu casa a robar tu intimidad. Puede ser que no exista un castigo equilibrado para aquellos canallas que sustraen lo que no es suyo. No sé si la ley, como dicen muchas voces, protege al corrupto, al ladrón y al asesino. Quiero pensar que no. Pero es verdad que, a pesar de vivir en una democracia, jamás volveré a sentir dentro de mí la sensación de aquella libertad que flotaba en las puertas abiertas de las casas, aquellos días azules de la infancia con el aire encendido de olores familiares y gozosos aleteos de humildes golondrinas.

* Escritor