Con el curso a punto de empezar, pierden fuelle las noticias sobre playas y calor y vuelve a adquirir protagonismo el regreso a las aulas, esta vez no exento de polémicas –y cuándo no- como las ratios y demás coletazos del covid, que seguirá marcando los próximos meses de actividad académica y de todo lo demás. Este año el curso llega precedido por el runrún de nuevas leyes en el horizonte, como la de Formación Profesional; la Ley Orgánica del Sistema Universitario, ya bautizada como «ley Castells», o la de Convivencia Universitaria, que vendrá a luchar contra plagios, novatadas y otros abusos. Leyes que crean expectativas pero también desconciertos, con lo que el debate está garantizado entre las partes afectadas. Pero, sobre todo, el inicio del curso –en el que nuestra UCO quiere celebrar a lo grande su primer medio siglo de vida- supone posar la mirada en los miles de jóvenes que lo emprenderán moviéndose entre la ilusión y la incertidumbre.

La pandemia ha dejado imágenes de botellones y de adolescentes en viajes de fin de curso que parecían olvidarla, lo que ha reforzado el cliché de una juventud frívola y despreocupada hasta límites casi suicidas, ajena al compromiso con su entorno más cercano y con la sociedad. Pero, como todos los estereotipos, este también es falso. La actitud descerebrada de algunos no puede ensombrecer la sensatez y el empuje de la mayor parte de unas personas cargadas de futuro a las que sin embargo el futuro se les resiste entre crisis y agonías de todo tipo. Este panorama ha motivado que desde ciertos ensayos sociológicos y titulares de prensa se les identifique ya como «la generación perdida», y ojalá acabe siendo una descripción más literaria que real. Porque lo cierto es que en lucha contra la apatía y la desazón –un sentimiento que se traduce en angustia y está llenando las consultas psicológicas- las inquietudes juveniles buscan ser escuchadas y atendidas por quienes tienen en sus manos darles respuesta. Una macroencuesta dada a conocer a finales del pasado mes de julio bajo el epígrafe de El futuro es ahora establece un listado de las principales preocupaciones de una franja de edad establecida entre los 16 y los 34 años. Y el resultado, que va a hacerse llegar a los grupos parlamentarios, no puede ser más claro.

Según el estudio de la empresa PlayGround, una de las más ambiciosas investigaciones demoscópicas realizadas hasta ahora sobre este colectivo, la mayor causa de agobio de los jóvenes es sin duda la falta de empleo y su precariedad si es que al fin se lo roza. Y, derivada de ella, la imposibilidad de acceder a una vivienda que les permita independizarse de los padres, sustento económico pero, en contrapartida, fuente de control y pérdida de la autoestima. Es, pues, gente con excelente formación académica –empalma máster con máster para no quedarse quieta- pero hundida en la miseria. Tanto que en los casos más derrotistas, al no ver salidas laborales por ningún lado optan por abandonar los libros. En solo dos años, según datos del Ministerio de Trabajo, el porcentaje de jóvenes de entre 16 y 29 años que no trabajan ni estudian ha aumentado un 34%.

Pero los jóvenes, que de acuerdo con el macroestudio dejan la sanidad en el sexto puesto de sus desvelos -y para el final cuestiones como la inmigración y los nacionalismos-, no se resignan a la nada cotidiana. Piden a los políticos que se dejen de palabras y pasen a la acción. Entre tanto, muchos se acogen al autoempleo, sobre todo digital que requiere invertir menos. Y, para animarse, y se repiten eso de que el futuro es ahora. Que así sea.