Tras la sucesión de varios emires ‘menores’: Muhammad I, Almundir y Abd Allah, que rigen al-Andalus durante la segunda mitad del siglo IX, accede al trono en el año 912 un nuevo Abd al-Rahman (al Nasir lidin-Allah), el tercero de la dinastía, que, tras cincuenta y dos años y medio al frente del Estado dejaría a Córdoba en el máximo de su poder, de su desarrollo como ciudad, de su proyección en el mundo. Descendiente de cristianos norteños por parte de madre, era blanco, rubio y de ojos azules, y fue feroz guerrero y gobernante efectivo a partes iguales; implacable en su lucha contra los reinos del norte, los rebeldes árabes y muladíes y los beréberes africanos; buen diplomático, perfectamente imbuido de su papel hegemónico en el occidente mediterráneo (extendió, de hecho, las fronteras de su reino más allá que ninguno de sus predecesores, con una rigurosa política fiscal que llenó a rebosar las arcas del Estado); perspicaz, desconfiado, ambicioso y lujurioso; valiente y arrojado, tanto en la guerra como en la paz; generoso y tolerante sin estridencias con las otras religiones del Libro, aun cuando se viera limitado en más de una ocasión por los guardianes de la ortodoxia; sanguinario hasta el sadismo cuando lo entendió necesario, y sobre todo obsesionado con legar a los andalusíes un país rico, próspero y poderoso, que cantara sus glorias y su memoria por los siglos de los siglos. Poco podía imaginar los derroteros que seguiría al-Andalus tras su muerte; pero él al menos consiguió llevarlo a lo más alto, marcando el cénit de su linaje.

Hacía más o menos siglo y medio desde que el primer Abd al-Rahman restableciera en al-Andalus la dinastía omeya en clara rebeldía frente a Bagdad; pero ni el Inmigrado ni sus sucesores se atrevieron jamás a ponerse a la altura de ésta, manteniendo con cierta prudencia el título de emir. En cambio, Al-Nasir, consciente de su papel en la historia, decidió en el año 929 proclamarse califa de Occidente y príncipe de los creyentes, y legitimar así, de nuevo, a su estirpe, casi extinguida por los abbasíes. Tan temeraria iniciativa dio paso a una nueva era, materializada en un crecimiento sin precedentes de la vieja Qurtuba, que, además de lucir un nuevo y majestuoso minarete en su mezquita aljama, superó con creces los muros de la medina para expandirse cual mancha de aceite en forma de arrabales por los cuatro puntos cardinales (en especial, hacia poniente), y, muy especialmente, en la construcción de una nueva medina: ciudad palatina, sede del califato y de su complejo aparato de gobierno, metáfora del poder, y gloria del nuevo califa, que empleó casi toda su vida y unos recursos extraordinarios en llevar a cabo su sueño. Hablo de Madinat al-Zahra, que en el año 936 empezó a ser alzada en la ladera del monte de la Desposada, a no mucha distancia de la ciudad por donde se pone el sol, y que reunió a los mejores alarifes y artesanos del mundo, conjurados para hacer de ella un escenario digno del que constituía el lema de Abd al-Rahman: al-Mulk (el Poder, impuesto por vía absoluta a la vieja y tradicional asabiya, o lealtad entre tribus de origen nómada y claro afán igualitario). Fue una empresa de tal alcance, que en sólo seis años ya había recibido a la Corte. Por eso, y por su final tan traumático, en su recuerdo se entretejen, sin que sea fácil distinguir la trama de la urdimbre, verdad y mentira, visiones románticas y leyendas. Basten como ejemplo unos números: los casi cuatro mil eunucos que pululaban por sus dependencias, las seis mil mujeres del harem califal, sus quince mil puertas, o las cuatro mil trescientas columnas que la adornaron, algunas venidas de Roma, Cartago o Constantinopla, enviadas estas últimas por el emperador de Bizancio. Cifras desorbitadas, sobre las que trasciende, no obstante, el significado político, el simbolismo apabullante del nuevo conjunto.

El esplendor de la Córdoba califal debió ser tal, que deslumbró a los viajeros y epató a los cronistas de la época. Un censo elaborado en época de Almanzor habla de que existían en ella seiscientos baños públicos. Del mismo modo, según Ibn Hayyan contaba con mil seiscientas mezquitas, que Al Bakrí reduce a cuatrocientas setenta y seis, a todas luces una exageración derivada de su exaltación ante una urbe que superaba las expectativas de cualquier mortal. Según la arqueología, ni los unos ni las otras alcanzaron nunca tales proporciones, como tampoco la ciudad llegó a contar con un millón de habitantes; pero los números no importan: importa lo que representan.

Abd al-Rahman III moriría en el otoño del año 961 sin ver terminada Madinat al-Zahra -lo haría su hijo Al-Hakam II quince años después-, y sin que las renombradas habilidades de su médico judío, Hasday ibn Shaprut, lograran salvarlo. Tenía setenta años, y a pesar de haber detentado el poder absoluto durante medio siglo, según la leyenda sólo había sido feliz catorce días. La clave para el historiador sería saber cuáles.

* Catedrático de Arqueología de la UCO