Las 7:30 h. Es la hora a la que mis hijos entran a sus colegios. El despertador, esa maquinaria indecente. A esa hora la ciudad es un párpado tembloroso. Arañazos de luz. Semáforos para nadie. Por el camino nos sacude el estruendo de las persianas. El burbujeo de las cafeterías. Pájaros muy ruidosos. Apenas se ven las baldosas cuarteadas. Señoras pesarosas con un tercio en la mano. Algunas furgonetas preñadas de sacos y herramientas. La suave disciplina de la prole. Sus ojeras me pesan a mí en las mejillas. Sus pasos aún son torpes, sus músculos remolonean, aprietan sus manos contra las mías con el vértigo de las primeras veces. Se despiden con voz endeble. Se agarran sin convencimiento a otras manos. Miran los pasillos de colores con frágil embeleso.

Ellos no lo saben, pero la vida será parecida a este ritual mundano: ir sin ganas, llegar sin fuerzas, ilusionarse tímidamente por lo que nos espera al otro lado de la puerta. Esta curiosidad como el agua oxigenada, pompas de nácar sobre la herida. Siempre es del mismo modo. Una canción sin estribillos. Un paisaje repetido como en los dibujos animados. Siempre, les digo sin abrir la boca, del mismo modo. Verbenas quebradizas. El chispazo oscuro que sucede a las sonrisas. Yo quiero sepultarlos con ternura. Abrazarlos para siempre. Sacarlos de la noche, cargar con ellos hasta el amanecer interminable; pero los dejo en la puerta y me giro antes de que se giren ellos porque nada duele más que este adiós insignificante, esta vastedad de apenas unas horas.

Cada día es una conquista amazónica. En ambas orillas, indios que nos reciben con hostilidad merecida. Me cruzo con otros padres. Algunos arrastran a sus hijos, otros miran el reloj, casi todos llevamos el móvil en la mano. Calcetines a media asta. Botones desparejados. Rizos domesticados apenas por la colonia. Me conmueve esta película de lo pequeño. Soy testigo de una búsqueda. Es maravilloso este abanico de comienzos, estos propósitos ciegos. Dentro de todos nosotros un voraz e infatigable deseo de cambio. La fantasía de un mañana. Si es comprar un coche nuevo o ganar la pachanga de la tarde o terminar un informe o llegar puntual a la cita con su amante o empezar una nueva serie o hacer de una vez la limpieza del trastero o quitar la bañera y poner un plato de ducha o lanzarse a abrir ese negocio estancado o cambiar de bar en los desayunos o ver el debut liguero de tu equipo en el estadio o tener hijos o casarse o beberse un vino caro en la Toscana, eso es lo de menos. Simplemente me emociona el movimiento. Ese ir a alguna parte. Y lo palpo en las mañanas de estos días que se desperezan, en este verano afligido, en el cadalso de las bermudas y los mojitos. Septiembre es un mes que un perro escarba. Ante la inmensidad del páramo, removemos la tierra para seguir el rastro de los olores nuevos.

Empecé septiembre con una borrachera inesperada. Fui a ver a Sr. Chinarro y me lie con un puñado de viejos amigos con canciones nuevas. Llevo una semana arrepintiéndome. A mi edad, las resacas son posoperatorios. Una peritonitis. Mis hijos me potreaban. Me acompañaban al baño. Se asomaban para verme vomitar. Me olían la culpa y el exceso. Lo pasé bien, pero habían pasado cuatro días y aún sentía tambores en la sien y latigazos en la tripa. No soy joven. Soy mi propio rey desnudo. Camino creyendo que ando garboso, que estoy vestido, pero me cuelgan todas las vergüenzas. Pido otro vaso de agua. Mis hijos juegan tras el colegio en el parque. A mi lado una mujer hermosísima llora mientras bebe vino. Él la mira con un amor que se mastica, apura su cerveza, se inclina sobre la mesa, se agarran las manos con fuerza por debajo del tablero. Tiemblan las copas. Confundo las bienvenidas con los adioses. Confundo el mar con el cielo. Uno no sabe si está buceando o ya se anda muriendo. El verano llega con estruendo y se apaga como la luz del frigorífico, con esa inquietud por su recambio, con ese doméstico y minúsculo enfado. Mis hijos se abrazan en el suelo a los pies del tobogán, otro niño cae sobre ellos. Sopla una brisa ligerísima. Los amantes a sus amores, los niños a sus juegos, los resacosos a sus penas, a su ibuprofeno, a sus «es la última vez que bebo».

A las 15:00 h. recogí al pequeño. Hablé con la maestra de comida y de caca. Mauro trajo una mariposa de cartulina. «Es azul», me dijo. Y me la mostró. «Es azul», insistía. «Es azul», dije yo, y se dio por satisfecho. Me agarró la mano, paramos a tomar algo. Detrás de mí otros padres, antes que yo, miles. En esta danza de septiembre, el mes de los frescos deseos. Las diminutas cosechas. Crecerán los hijos, moriremos los padres, pero septiembre siempre quedará ahí, como la madriguera por la que se introdujo Alicia «sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir». Todos, como ella, cayendo mansamente hacia rincones insólitos, hacia nuevos afectos. Todos, como ella, con la curiosidad como un nenúfar que flota en nuestros labios. Con los dedos reposados sobre las teclas blancas y negras que la vida extiende generosa ante nosotros.

* Escritor