Mi primer día tras las vacaciones no empezó muy bien precisamente. El problema es que uno se acostumbra muy pronto a lo bueno y tiene luego resistencia a volver a esa rutina diaria que te va consumiendo sin prisa tu tiempo y tu energía. Y más este verano, que no he parado de hacer kilómetros y kilómetros, casi cada día un sitio diferente. Si la vida fuera toda así, no habría tiempo para mirar atrás o para planear el mañana, y no habría lugar para el estrés y el sufrimiento.

A fuerza de concentrar la vista en la carretera he vuelto a casa con una sensación diferente del flujo del tiempo. Cuando llevas una vida sedentaria, plagada de rutinas diarias, semanales y anuales, una percepción cíclica del tiempo es más que inevitable. Todo parece moverse al compás del día y la noche, de la luna llena a la luna nueva, primavera, verano, otoño e invierno, y vuelta a empezar. Pero cuando sales de casa y tomas una carretera sin haber organizado el viaje ni hecho reservas de restaurantes y hoteles, el tiempo es una línea que se acerca y desaparece a cada instante. La vida del viajero es esto que está pasando ahora mismo, ahora mismo, ahora mismo…

Ya se ve que los científicos no sabemos relajarnos y poner la mente en blanco durante mucho tiempo. De hecho, en el yoga existe una vía que parece especialmente pensada para nosotros: el Jnana yoga, o sendero del conocimiento. La línea blanca de la carretera me llevó a la idea del tiempo lineal, y de ahí a una reflexión en toda regla sobre el concepto de tiempo, para acabar reconociendo que no tenemos ni idea de lo que es el tiempo en realidad, aunque nos atrevamos a medirlo como la duración de un movimiento con respecto a la duración de un movimiento de referencia; la duración de un viaje en días es el número de veces que la Tierra ha dado la vuelta sobre su eje durante ese viaje. Pero ignoramos qué es lo que pasa en realidad durante un viaje: eso que hace que siempre haya algo por llegar y algo que ya pasó y nunca volverá.

Siguiendo esa monótona línea del tiempo me tropecé con la conciencia de una simpática realidad que me había pasado desapercibida: hay gente que viaja para saber de ciencia, o sea para tener una experiencia del mundo siguiendo el cauce de la ciencia. Hace siglos, los naturalistas fueron pioneros en esta actividad. Muchos fueron simples viajeros que se encontraron en la posición de mirar la Naturaleza frente a frente por primera vez. Y con el tiempo aparecieron los turistas, que son una especie de naturalistas estabulados. A mí nunca me ha gustado la idea de ser un turista; sí, la de ser un viajero.

A eso de viajar por amor a la ciencia se le llama ahora turismo científico. Y me ha sorprendido lo evolucionado que está este segmento del turismo; tanto que hay incluso un grado universitario en turismo científico en un par de universidades, una belga y otra alemana. No he encontrado algo similar en España, aunque sí que hay grupos privados e instituciones públicas que trabajan en torno a este fenómeno. Aquellos que estén interesados podrían consultar la página web «Turismo con ciencia», de la Fundación Descubre. Se podrá encontrar una guía para hacer observaciones astronómicas del cielo nocturno, pasear por el interior de una falla geológica, bucear entre especie desconocidas de peces y plantas marinas, aprender matemáticas en las paredes de un monumento o vivir la emoción del científico en su laboratorio.

Ese turismo con ciencia me parece una buena manera de viajar por el mundo y por la vida. Siempre he sentido que la perspectiva científica es la más humana, por encima de ese tópico de la ciencia fría e inhumana, producto de la distancia y la ignorancia de lo que es la ciencia. La aproximación científica nos permite tanto acariciar la superficie como adentrarnos en las profundidades de la Naturaleza, aprender a sentirla y a movernos con ella y bailar su música, aprender a cuidarla y respetarla, así como respetarnos y cuidarnos a nosotros mismos como parte de ella.

* Profesor de la UCO