El nuevo curso comienza con numerosos interrogantes, en aspectos muy diversos: desde el cambio climático a la vuelta al cole con la evolución de la pandemia y el impacto de la Ley Celaá, pasando por la insostenibilidad del sistema de pensiones, la necesaria regulación legal de la monarquía con la ley de la corona, el culebrón de la renovación del poder judicial, o la escalada imparable y abusiva de la factura eléctrica. Pero al margen de estos y otros temas, me centro en las incertidumbres que plantea la retirada de las tropas norteamericanas de Afganistán y la victoria de los Talibanes con lo que supone.

El primer enigma está en conocer las causas por las que la primera potencia militar del mundo, con armas muy sofisticadas y toda clase de medios, incluso el apoyo del poder local, no ha podido reducir tras veinte años a unos grupos de insurgentes mucho más precarios y peor preparados. Cuando se acomete una acción de esta envergadura no se entienden improvisaciones ni falta de celo. Quizás la explicación esté en elecciones simuladas o en la preparación de ejércitos fantasmas desde el principio o el desinterés aliado. Además, si Estados Unidos tira la toalla, y lo ha hecho en desbandada ante la mirada atónita del mundo, quién protegerá nuestro sistema de vida y valores frente a los ataques frontales totalitarios, fanáticos e identitarios. ¿Qué precio está dispuesta a pagar la vieja Europa tan dividida y acomodada?

La segunda incertidumbre es la implicación de la propia población local en su presente y su futuro. Visto desde fuera, resulta mejor vivir con derechos y libertades, aunque limitados y vigilados por una potencia extranjera, que sin ellos volviendo a la edad media. Nos preguntamos qué tipo de ocupación ha desarrollado EEUU en estos 20 años sobre el sistema educativo, las infraestructuras, las comunicaciones, la transformación de la productividad del primer país productor de opio, que tan pobres resultados ha ofrecido a una población que no los ha defendido. Es cierto que dos décadas no pueden cambiar una realidad y cultura de siglos, pero tampoco puede suponer un paréntesis que nos lleve a la casilla de salida.

Otra pregunta es la situación en que quedan nada menos que 38 millones de personas cuando la bandera de la fe integrista ha podido más que la bandera de los derechos y las libertades. Desaparecidas todas las libertades más básicas de opinión, expresión, manifestación, conciencia, religión, orientación sexual… en qué situación quedan las minorías o las mujeres. Duda que se suma a la respuesta qué daremos como comunidad internacional, tanto ante el nuevo gobierno donde surgen intereses contrapuestos de las potencias internacionales, como ante el compromiso con los miles de refugiados de dicho país. Finalmente, se une a este misterio, triste y ennegrecido, las consecuencias que traerá esta nueva realidad en el tablero del mundo, alimentando los fanatismos y los populismos de todos los colores, y el dolor que provocará en la seguridad internacional la acción de unos integristas envalentonados ante su triunfo violento. Al final, como nos recuerda en su carta Juan José Aguirre, cuando pasen estos días del foco mediático, entre las certezas quedarán los pobres de siempre derrotados, corriendo o con el agua al cuello, ayunos de esperanza. Los espaldas mojadas de las pateras, los esclavizados en el desierto de Argelia, los vendidos en las cárceles de Libia, los 600.000 centroafricanos huidos de una muerte que los persigue, los haitianos más pobres de la tierra, los parias de Birmania... Todos, como aquellas víctimas del genocidio de Rwanda, solos y olvidados .

*Abogado y mediador