En los últimos meses oigo con frecuencia hablar de canas, y además hablar sin criticarlas, quizás porque por vez primera en esta sociedad esclava de la imagen abundan las mujeres maduras que las lucen sin complejos ni disimulos. Sé bien lo que digo porque yo misma paseo ya una melena gris; y podría pensarse que por eso, y porque a menudo recibo comentarios de sorpresa ante mi nuevo aspecto capilar –casi siempre elogiosos, aunque una intuye en algunos más agrado social que sinceridad- es por lo que he llegado a la conclusión interesada de que las canas están de moda. Pero no, echen ustedes un vistazo a su alrededor y verán que se lleva el pelo blanco incluso entre los señores más reacios a mostrarlo. Sí, esos varones coquetos que hasta ayer mismo ingenuamente creían camuflar sus descoloridas cabelleras con tintes que se notan a la legua, sin reparar en que, si perteneces al sexo masculino, a partir de cierta edad tienes que tomarte la pelambrera canosa como lo que es, un privilegio, el de no haberte quedado calvo. Y encima suele sentarles bien.

No hay que ser sociólogo ni agudo escrutador del comportamiento humano para deducir que el lucimiento de las canas es un efecto colateral, uno más y no precisamente de los más traumáticos, de esta pandemia que todo lo ha trastocado. Desde aquel asfixiante encierro forzoso en la primavera del 2020 nada ha vuelto a ser lo que era. El covid 19 –me niego a acompañar la fatídica palabra del artículo ‘la’, que bastante tenemos con que se feminice el nombre de los huracanes, como si las catástrofes fueran cosas de mujer-, el maldito bicho, decía, no solo ha maltratado la salud y las ilusiones de la gente, también ha cambiado hábitos y planteamientos vitales. Al menos de momento, porque antes o después todo volverá a su cauce para bien o para mal. El caso es que, con la que estaba cayendo en los días del confinamiento, sin ganas de nada salvo de sobrevivir hasta que todo pasara –por entonces pensábamos, ilusos, que no podía tardar el regreso a lo de siempre-, muchas mujeres optaron, optamos, por aparcar el tinte para mejor ocasión. No merecía la pena castigar el cabello con potingues químicos, que para colmo tenía que aplicarse una misma de forma chapucera a falta de manos profesionales que lo hicieran, sin tener un público que justificara el esfuerzo.

Luego se abrieron por fin las puertas de las casas y sobrevino esta libertad sincopada a la que se dio en llamar «nueva normalidad»; un horizonte de corto alcance en el que te sientes suelto solo a medias y con la angustia de que hasta eso puedas perder de nuevo en la siguiente ola. Aun así, parecía que lo peor había pasado y era cuestión de celebrarlo retomando viejas costumbres, entre ellas la de teñirse el pelo. Pero superada la fase de vértelo en dos tonos mientras las raíces albas iban ganando terreno a los mechones oscuros –un trago llevadero puesto que se pasó en la soledad del hogar o con escasas salidas a la calle-, daba pereza volver a las andadas. A todo ello se une otra cuestión de hondo calado, bastante más seria, y es que si de algo está sirviendo la pandemia es para recolocar prioridades y sentimientos. La agonía de los contagios y la muerte cercana ha quitado importancia a cuestiones que antes nos preocupaban y hoy rozan la frivolidad. De modo que mostrar el paso del tiempo sin disfrazarlo viene a ser una especie de autoafirmación, un pequeño pulso al qué dirán en circunstancias ocupadas en mayores pesadumbres. A fin de cuentas, envejecer no es tan malo si se piensa que la alternativa es no vivir para contarlo. Aparte de que ahí siguen los tintes por si cambiamos de opinión.