Desde que se jubiló o prejubiló -bastante joven, por ese tipo de acuerdos a los que llegan las grandes empresas-, mi amiga Eulalia vive en Cerro Muriano -El Muriano, para los cordobeses- en una casa, herencia de sus padres, que sus dos hermanos le cedieron a cambio de un piso en Córdoba y otro en Fuengirola. Así, tras las oportunas compensaciones económicas entre los tres, para igualar el valor de las propiedades, cada uno quedó dueño absoluto de la suya y todos contentos. Eulalia vendió el precioso ático de Madrid en el que hasta entonces había vivido; una forma de quemar las naves para no volver a su vida anterior, bastante envidiable por cierto en cualquier plano menos en el familiar, porque su trabajo le proporcionó muchas satisfacciones, pero la obligó a renunciar a la maternidad, que ella siempre negó que le interesara, aunque sospecho que de cara a la galería.

En fin, que Eulalia estableció su domicilio fijo en Cerro Muriano y a continuación se puso manos a la obra para renovar y transformar la amplia casa de verano y acomodarla a sus gustos y aficiones, aunque conservando y restaurando los muebles antiguos -no viejos- que en ella había, más los que se trajo del ático de Madrid, porque Eulalia, que guarda en su espectacular vestidor -no ha querido desprenderse de ellos- decenas de blazer que fueron su uniforme de trabajo, no tiene nada de minimalista en cuanto a decoración se refiere y tiene las paredes llenas de cuadros y espejos, los suelos alfombrados -una ruina en lavandería-, las mesas, con jarrones y miles de cajitas, estatuillas y porcelanas; un comedor con aparadores que guardan por lo menos diez vajillas, que fue heredando de tías-abuelas sin descendencia; y una chimenea en el salón, rodeada por un enorme sofá y cuatro sillones de esos que parece que te abrazan y te atrapan y te invitan a no salir nunca de ellos. Eso sí, en verano lo forra todo con fundas blancas.

Eulalia me dice que no comprende cómo puedo pasar el verano en Fuengirola, con tanta gente por todas partes. Es ahora, cuando todos volvemos, el momento que ella escoge para irse a la playa, a cualquier playa, y dar largos paseos por la orilla del mar, tan abstraída en sus pensamientos que a veces parece haberse ausentado definitivamente. Mi amiga no se llama Eulalia; me mataría se hubiera revelado su nombre; pero les prometo que volveré a hablarles de ella.