Ha ahora poco más de una centuria que en la onda del «mejor» Menéndez Pelayo (1856-1912) y, sobre todo, en la de la inmensa nostalgia provocada por la pérdida de los últimos territorios de la España ultramarina, cualificados intelectuales de centroizquierda e izquierda moderada -denominaciones, claro es, inexistentes en los diccionarios políticos de la época-, hicieron una lectura sumamente positiva de la herencia hispana en el Nuevo Continente. Entre ellos, el eximio historiador del Derecho, el alicantino D. Rafael de Altamira y Crevea (1866-1951) fue quizás el más descollante, escoltado singularmente por discípulos y colegas de la benemérita Institución Libre de Enseñanza, vibrantes todos con los estremecidos versos del mayor cantor de la civilización hispanoamericana nacida de la obra de España en aquel continente: Rubén Darío, por supuesto.

En la España hodierna asistimos a un fenómeno cultural de sesgo semejante. Figuras tan relevantes en el plano cultural y político como Ramón Tamames o Emilio Lamo de Espinosa, situados decenios atrás de modo señero en las filas del Partido Comunista de los inicios de la abrillantada Transición y PSOE de acento muy felipista, encabezan en la actualidad a tambor batiente y en el vértice mediático la reivindicación del asombroso legado por nuestro país con su presencia y liderazgo de cerca de quinientos años en el Nuevo Mundo. En extremo britanizadas ambas personalidades acabadas de citar y de indudables simpatías proestadounidenses, no obstante sus iniciales posturas doctrinales, se han colocado en el azote de la pandemia que nos asuela en la vanguardia de una plausible tarea que, por descontado, apenas ha recorrido la etapa primeriza de su larga travesía.

Solo albricias calurosas merece tamaña aventura intelectual y patriótica, pero sin que implique, en el país de las vehemencias y los arrebatos, el olvido de la ancha gavilla de historiadores profesionales que, desde el término de la excruciante contienda civil de 1936, desplegaron en torno al mismo tema una tarea que únicamente admite el calificativo de sobresaliente o descollante. En aquellas fechas, en varios centros universitarios de la nación alzaron el vuelo los estudios sobre la América española, reglados incluso ministerialmente. Dentro de la lógica más elemental, cupo a Sevilla, «puerto y puerta de las Indias», el lugar prominente en el sugestivo horizonte abierto a las nuevas generaciones historiográficas. En la hoy muy prestigiosa Escuela de Estudios Hispanoamericano, fundada en 1943 por el entonces catedrático de Historia Moderna Universal y de España del Alma Mater Hispalense, el ceutí Vicente Rodríguez Casado (1918-90) rectoró con empatía y calor inigualables la andadura inicial y, por ende, la más difícil del fecundo organismo mencionado. Merced al entusiasmo e insomne trabajo de sus primeros integrantes, no tardaron en entrojarse serondos frutos de una investigación acometida con esfuerzo e ilusión peraltados.

* Catedrático