Las imágenes de la frontera entre Ceuta y Marruecos de hace unos meses y las de estos días en el aeropuerto de Kabul comparten la desesperación de lo irreversible, la huida como alternativa imperiosa. También el oportunismo político de quienes aprovecharán la miseria ajena para apuntalar sus baratijas electorales. La principal diferencia que media entre ambas desgracias es que una ocurría a miles de kilómetros de aquí, donde todo será solidaridad ‘online’ hasta que la víctima llame al timbre.

Escribe Elias Canetti en ‘Masa y poder’ que nada teme más el ser humano que ser tocado por lo desconocido. Es difícil pensar lo de aquellos días de Ceuta sin recurrir a términos como «avalancha». Algunos periódicos, lo más prolijos, hablaron de «invasión». Hubo un medio que aludió a la cuestión como «la peor pesadilla de los ceutíes» para luego, en el cuerpo del artículo, aclarar: «No ha habido grandes problemas». Es el sentido de invasión la razón que domina y predomina. Afganistán, sin embargo, visto desde el confort que regala la distancia, le permite a uno empacharse de universales teóricos innegables -derechos de la mujer, rechazo al fundamentalismo religioso, la batuta ‘yankee’-, pero ¿qué pasaría si España y Afganistán compartieran frontera? ¿Y si el problema estuviera al otro lado de la valla de Ceuta?

A los marroquíes, que huyen de lo evidente -la miseria, el desempleo, el hambre-, se les retrató como bárbaros a las puertas de Roma. Abascal se refirió a ellos como «varones en edad militar». Y entonces toda Ceuta se blindó y las tiendas echaron la persiana sin saber muy bien por qué. Los afganos, que también huyen, merecen sin embargo toda nuestra fraternidad y nuestros hashtags mientras el asilo se lo den otros (en 2020 España aprobó tan solo una de cada veinte solicitudes de asilo según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado). El miedo como motor y la frontera como parapeto.

El zombi de los relatos de terror sirve aquí como dispositivo hermenéutico. Jorge Fernández Gonzalo explica en su libro ‘Filosofía zombi’ que la figura de estos no-muertos construye un relato mitológico contemporáneo que ayuda a conjurar cuestiones como el miedo al otro, la animalización del ser humano, la brutalidad, la amoralidad, etc. El que cruza la valla juega el papel del salvaje, del casihumano. Como el zombi, cuando el invasor llega a las puertas de nuestros hogares sigue siendo humano, pero no mucho, y merece un trato diferencial. Pero además esta cercanía con el orden de lo humano, su condición de alterno, resulta amenazante. «El no-muerto es la personificación apocalíptica de lo desconocido hecho hombre, del hombre hecho amenaza para sí mismo», escribe el filósofo. La frontera, cualquiera que sea, ‘zombifica’ a quienes habitan el otro lado. Hoy el muro no protege, solo distingue: a este lado, la civilización; más allá, la barbarie.

En ‘El tío Goriot’, de Balzac, uno de los personajes le pregunta a otro: si tú supieras que cada vez que comes una naranja debe morir un chino, ¿dejarías de comer naranjas? Su interlocutor responde: las naranjas son mis vecinas y las conozco. Los chinos están tan lejos que ni siquiera sé que existen.

* Experto en Relaciones Internacionales y Cooperación