Desgraciadamente para el pueblo afgano, esa nación es actualmente el centro informativo del mundo. Ya se ha dicho casi todo del rapapolvo de las inconsecuencias de Occidente, así como todo el abanico de cinismo que se abre en esta nueva página de la geopolítica. Pero sin entrar en tentativas adanistas, conviene remontarse a una de las fuente originarias de este conflicto.

De alguna manera, Afganistán es obra y gracia del Imperio británico, creando un Estado tapón para impedir una salida al Índico del Imperio ruso. No fue otro el conflicto entre Chile, Perú y Bolivia cuando los dos primeros impidieron a los bolivianos tener un puerto marítimo. Y el Imperio austrohúngaro certificó su decadencia cuando se achicamiento le arrebató tener bases navales en el Adriático.

Resulta por tanto curioso que ante la incontestable significación del agua en este planeta y el propio condicionamiento histórico de las tierras emergidas, no se prodigue la bibliografía que enlace el propio acontecer humano con el mar. Por eso me descubro ante la lectura de uno de esos libros que ansías no terminar, actitud coherente de que la aventura es el camino. Se trata de la monumental obra ‘Un mar sin límites’, de David Abulafia. Este inmenso volumen -más de mil doscientas páginas- incorpora una justificable omisión, pues apenas hace referencias -ombliguismos aparte- al mar por excelencia. Y es que el Mare Nostrum ya fue abordado por el autor en ‘El gran Mar’. Una historia humana del Mediterráneo.

Admitida esta justificada elusión, el resto de las páginas es un goce continuo, empezando por su propia estructuración. En su conformación, parte históricamente del Pacífico de los polinesios, de su asombrosa capacidad de orientación, que en sus precarios catamaranes navegaban desde las Marquesas a Hawai como si el océano más inmenso fuese un damero de islotes. No hay grandes ajustes de cuentas de Abulafia; si acaso con el pretencioso explorador noruego Thor Heyerdahl y su navegación con la Kon-tiki, esa balsa hecha con totoras y con la que quería demostrar que la colonización de los archipiélagos del Pacífico se hizo de este a oeste -desde las costas americanas- cuando Abulafia sostiene justamente lo contrario.

Luego surge la tamaña trascendencia del gobierno de los monzones para emprender las rutas del Índico. Ciudades míticas, como Mios Hormos o Berenice, enterradas en la arena y las leyendas del mar Rojo. El ensoberbecido aislamiento de los emperadores chinos, que no obstante desplegaban su poderío y suficiencia por el sureste asiático, con flotas abrumadoras como las del mítico almirante Zheng He. O la salvaje y eficaz arrogancia de los vikingos, que despreciaron la trascendencia de hollar el Nuevo Mundo, pueblos que convertidos al cristianismo pusieron evidencias de otros cambios climáticos: el último obispo de Groenlandia -paradójicamente llamada Tierra Verde- abandonó ese otro fin del mundo a mediados del siglo VII. Abulafia describe la trascendencia de los arenques en la efervescencia comercial del Mar del Norte, y la incipiente influencia de las ciudades alemanas, con el asentamiento de factorías en Bergen de la Liga Hanseática.

Es el tiempo de los portugueses, los pasos de las codiciadísimas especias y el recelo de venecianos que llegan a aliarse con los turcos para que no se desmonte el tradicional periplo que recalaba en Alejandría. Y el Atlántico, el océano más nuevo, afrontado por los españoles, los galeones de Manila como el más claro precedente de la Organización Mundial de Comercio. Porque, ya se habrá adivinado, la intrahistoria de Abulafia pertenece a los comerciantes, los mismos que achicaron el mundo adquiriendo pieles a los esquimales o divisando desde la Torre Tavira de Cádiz los pabellones de la flota de Indias.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.