Agosto, en esta parte del mundo en que vivimos, es oficialmente un buen mes. El mes bueno. Más personas de vacaciones, calor donde no suele, ilusiones de desconexión. Suena todo bien, pero hay también en agosto un regusto a domingo por la tarde.

A agosto le pasa, le pesa, lo que a la Navidad: la urgencia, la obligación de ser felices. Hay que verlo todo, estar con todo el mundo, comer como si fuera el último día -a veces esto se consigue literalmente y por eso mismo-.

El problema realmente no está en agosto en sí, ni en la Navidad en sí, ni en los domingos por la tarde como tales. El problema es su cruz: parece que hemos aceptado sin mucha resistencia vivir 11 meses con la lengua fuera para poder meterla en cerveza fría junto al Mediterráneo una semana, diez, quince días. Y que eso sea todo. Es más: que eso sea un privilegio.

Disfrutar en agosto, en Navidad y en tres cuartos del fin de semana me parece estupendo. Lo que veo triste es esa asunción colectiva de que todo el tiempo alrededor de esas ocasiones -que es mucho, que es nuestra única vida- sea concebido como un tiempo monótono, de sufrir, de aguantar.

¿Dónde está escrito que en febrero no podamos pasarlo bien? ¿Por qué razón lógica asumimos sentencias como «la cuesta de enero»? ¿Quién ha dicho que tengamos que consumirlo todo en diciembre y agosto? ¿Por qué nos dejamos arrastrar tanto por una corriente que, ya está bastante claro, no hace bien a nadie?

El relato tan extendido de la tarde de domingo «que deprime» (sic), y «la depresión posvacacional» (sic) no habla muy bien ni de la víspera y la mañana del domingo, ni de las vacaciones.

Si estamos tan abatidos cuando retomamos la cotidianeidad, es que a esa cotidianeidad hay que darle un meneo. Y también: que el peso de esos 11 meses, de esos 5 días, no nos deja disfrutar como quisiéramos de la excepción de agosto, de todo el sábado y la mitad del domingo.

La urgencia parece algo bastante antagónico a la felicidad. Por eso, quizás, no logramos ser súper felices esos quince días aparcados en una toalla de Alicante: a la felicidad no se le puede meter prisa, menos presión. No se le puede decir aquí, ahora, venga, ya.

Visto esto, parece mejor empeño el de acariciar nuestros lunes, ponerle gracia a los miércoles, darle algo de poesía a una mañana de principios de marzo. Suena más manejable repartir nuestros intentos de felicidad durante 365 días que tratar de conseguir algo tan caprichoso, tan inasible en quince jornadas consecutivas. Y que haga bueno.

Dice mi padre que hay que ir donde no va todo el mundo, y hacer lo que no hace todo el mundo, y no se refiere a lugares ni cosas, sino a una manera de vivir. Más propia, más libre, más a nuestra medida.

Entonces, si lees esto y quizás te estabas sintiendo culpable por estar un poco melancólico o un poco apático justo en agosto, justo en tus vacaciones, solo quiero decirte que tranquilo, que tranquila: el mundo no se acaba con la operación retorno. Tienes un montón de lunes y de viernes y de octubres y de abriles para hacerlos bonitos.

* Periodista