Una vez afianzado el emirato omeya creado por Abd al-Rahman I a mediados del siglo VIII, la religión islámica fue tomando fuerza y consolidándose entre la heterogénea población cordobesa, a pesar de los choques habituales entre facciones y las formas diversas de entenderla que la han caracterizado siempre. Su avance no supuso sin embargo la desaparición del cristianismo. Muchos de sus fieles, por convicción o por conveniencia, se convirtieron al Islam (muladíes), mientras otros tantos se reforzaron en su fe y mantuvieron una importante comunidad mozárabe en la ciudad, de raíces hispanorromanas e hispano visigodas, con sus propias iglesias y jerarquías, aceptadas sin mayores problemas por el gobierno musulmán a pesar de los criterios legales que prohibían cualquier religión ajena al Islam. No se acaba de entender por tanto el movimiento reivindicativo de su fe encabezado durante el emirato de Abd al-Rahman II por San Eulogio, quien impulsó a muchos de sus compatriotas al martirio con un cierto componente de fanatismo premiado, no obstante, con la santidad.

Obviamente, para entender en toda su dimensión lo ocurrido hay primero que contextualizarlo. Los emires eran muy conscientes del papel que la religión desempeñaba en la implantación de su cultura y potenciaron desde todos los ángulos la islamización de la sociedad vernácula. No olvidemos que la primera mezquita aljama de la ciudad compartió espacio con la iglesia de San Vicente, comprada finalmente por Abd al-Rahman I a la comunidad cristiana por cien mil dinares y el permiso para construir nuevos templos a las afueras de la ciudad. Pues bien, Eulogio era nieto de uno de aquellos aristócratas hispanogodos, que veía con horror cómo progresaba el Islam, y el mundo que él había conocido se transformaba de forma irremediable, robándoles en alguna medida la situación de privilegio que les correspondía por raza y por cuna. Había, pues, mamado en casa su exaltación y su intolerancia. A diferencia de su hermano, que alcanzó un alto puesto en la administración del emir sin abjurar de su credo, Eulogio optó por el sacerdocio -tenía además una hermana monja-, la retórica y la teología, fiel a las enseñanzas del abad Speraindeo, que condenaba la religión islámica y era muy combativo con los muladíes, a los que acusaba de haber renunciado a Cristo, a sus costumbres y a su propia lengua para abrazar al Anticristo. Un posicionamiento vital que compartió enseguida con su gran amigo Álvaro, judío convertido al cristianismo: los dos tenían aspiraciones penitentes y ascéticas, los dos entendían el Islam como una religión invasora, herética y excluyente que había relegado al cristianismo a una posición marginal, los dos seguían fervientemente a los grandes Padres de la Iglesia, y los dos admiraban con matices casi enfermizos a los mártires hispanorromanos del siglo IV, modelo que querían imitar a costa de lo que fuese, y que empezaron a alentar entre sus hermanos en la fe. Fue así como, de forma incomprensible para los musulmanes, que respetaban a Cristo como uno de los grandes profetas anteriores a Mahoma, y no ponían impedimento alguno al matrimonio de musulmanes con cristianas -favoreciendo, pero no imponiendo las conversiones-, intelectuales, religiosos y militantes mozárabes comenzaron a insultar públicamente al Islam en zocos e incluso mezquitas, en busca del martirio voluntario como vía más eficaz y ejemplarizante de reivindicar su credo.

Flora -de la que es posible que, muy a su pesar, se enamorara perdidamente Eulogio-, Perfecto, Isaac..., fueron sólo el inicio; la primera, desgarrada a latigazos (más tarde degollada), y los dos últimos decapitados. A partir de ahí, la locura, en una suerte de suicidio colectivo que desconcertaba al emir y preocupaba a una parte de la comunidad mozárabe, por las represalias. Un concilio organizado a toda prisa se abstuvo de condenar a los que ya habían sido ajusticiados, pero prohibió a los cristianos que buscaran la muerte, decisión condenada sin paliativos por Álvaro y Eulogio. Este último se convirtió en un proscrito y pasó algún tiempo en la cárcel, si bien no cejó en sus llamadas al martirio, que tenían amplio eco entre sus correligionarios. Encarcelado por segunda vez, siendo ya arzobispo, siguió injuriando a Mahoma en su celo por que lo mataran, pero, dada su jerarquía, el cadí se limitó a ordenar que lo azotaran. Todo inútil. Eulogio se mantuvo en sus trece, hasta que, por fin, en marzo de 859, fue enviado al cadalso, donde murió decapitado. Hacía siete años que había fallecido Abd al-Rahman II, según los cristianos víctima del castigo divino por impío y sanguinario. Álvaro, en cambio, prolongaría su vida hasta el año 861, sin que las fuentes confirmen siquiera que fuera detenido. «Poseía esa extendida habilidad de algunos doctrinarios para animar a otros a un sacrificio del que ellos se mantienen escrupulosamente a salvo», nos dice A. Muñoz Molina. Nada que no conozcamos, o que la historia no siga repitiendo.