Tenía veintiún años y algo había bebido. Fuimos andando hasta la Metrópolis el Luis, el Dani y yo. No bailamos. Solo dimos vueltas. Pedimos cerveza. Ella estaba en corrillo con algunas amigas. Sus ojos eran del color de las algas. Las luces de la discoteca transformaban su piel en un desierto de diamantes. Hablamos. Nos reímos. Tenía las paletas separadas y movía mucho las manos. Mi móvil no tenía batería. Ella había dejado el suyo en casa. Eran otros tiempos. Le pedí a uno de los camareros un bolígrafo y un papel, pero no tenía. «No te preocupes. Dime tu teléfono y lo memorizaré», le dije. Me lo dijo tres veces. Lo repetí de carrerilla y con soltura. Nos despedimos con un beso en la mejilla y el deseo de vernos antes de que acabara el fin de semana. A la mañana siguiente, no recordaba ningún número. Nunca más la vi.

Lejos de aprender, olvido. Mi caminar desmemoriado me obliga a estar en paz con todo el mundo. Extravío los insultos y los halagos, que son dos de los mayores agravios de nuestra era. La ceguera tiene al menos el consuelo del tacto, pero mi falta de retentiva es una oscuridad sin asideros, un mar nocturno y el vano abrazo a un flotador desinflado. Escribía Borges en su cuento ´Funes el memorioso´: «Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos». El protagonista tenía tal capacidad para memorizar los instantes que el mundo perdió su sentido. Como si la suma de las partes condujera al aristado caos y no a un ardiente todo. Mi memoria es ficción. Lego. Apenas un puñado de fotografías inconexas que fijo en papel. Un remedo de viñetas. Quizá la nostalgia, la mía, la de todos, es solo nuestro derecho a habitar el infinito. Otra cosa es el magma que llevamos dentro. Las decepciones, el dolor, los páramos fieros, ese júbilo infantil, el desfile en llamas. Ese árbol retorcido entre las vísceras, con siglas rasgadas, con sus frutos de sombra. Soy lo que soy por lo que crece dentro; fuera soy apenas ya verbena, bafles exigidos, viejas bailando pasodobles, niños asustando a otros niños con petardos.

A la segunda cerveza ya estoy piripi. Es indigno para un bebensal como yo. Ya siempre me vence el entusiasmo. Envejezco con temor ajeno y desdén propio. Mi lengua sabe a óxido y mis ojos son dos libros abandonados en la mesita. Los abro con pereza. Apenas unos segundos que parecen un mundo. Siempre amé de menos. Ella me dijo «te quiero» y yo miré hacia otro lado. «¿Entonces hasta aquí?», me preguntó. Y no tuve ni el decoro de decir sí. Cosas que no se olvidan porque se han arañado dentro. Aquel bar ya cerró. Los carteles de «Se traspasa» son las lápidas de los amores que se nos murieron. Dejo flores a los pies de la persiana metálica. Flores de ceniza que desaparecen tras mis pasos. Quisiera tener dos vidas: una para equivocarme y otra para equivocarme con más estruendo. El tiempo pone a cada uno en su sitio, pero va a su ritmo, el hijoputa.

Del pasado solo sé lo que quedó dentro, como el río que sonríe a su propio cieno. No hace falta irse a la India para descubrir lo idiota que fui. Basta con tumbarse y cerrar los ojos para ver. El ventilador arrastra también la tarde. Las chicharras. Este ruidoso deseo de nada. Nada nos espera en el futuro. Todo es presente feroz. Mandíbula de hoy. A veces quisiera escapar de esta gloriosa apnea que es vivir. Vivir por el mero hecho de poder hacerlo. La memoria no es refugio. Colirio y limo y raíces de higuera y un mar que nos desprecia y tantas cosas por la televisión y tanta gente diciéndonos lo que está bien y tantos besos en el fango y este ruido de palabras huesudas y filosofías fugaces. No recordar, qué alivio, a veces, cuando la luz de la tarde es tiniebla de oro y las dudas se acurrucan en mis costillas como un perro que recién comido sestea. Pero aquel teléfono que olvidé, como una luz bajo la puerta y una cerradura para la que no existe llave.

El mundo de nuestro tiempo se parece al caos que vivía Funes. Somos tan conscientes de todo, que la existencia se nos muestra arisca e incomprensible. Rompemos las hornillas, nos obligan a cocinar en los incendios. Todo el mundo tiene prisa. Bajan dando brincos por las escaleras mecánicas para meterse en un tren o en su contrario. Mi desmemoria, ahora, me resulta un acto de rebeldía. Una ignorancia por la que no debo sentirme culpable. Garabateo cuadernos pero luego no entiendo mi letra. Amo como un felino perpetuo e insaciable. Releo el Hola. Me escabullo hasta el dormitorio para dormir una brevísima siesta. Creí haber nacido para lo grande, pero sólo conocí la felicidad minúscula. Hasta para mentir hace falta buena memoria, para que no se resquebraje la arquitectura de embustes, para mantener hasta la muerte la palabra dada. Condenado como Sísifo, arrastro la verdad hasta la cima de la montaña, aunque luego ruede en mi contra. Incluso la sinceridad me resulta un castigo. «Allí donde la toques, la memoria duele», escribió Seferis. ¿Perdí aquella noche al amor de mi vida?

* Escritor