Mi amigo Gonzalo me pidió que escribiera sobre su muerte. Ni me molestó ni me sor-prendió ese deseo: todos hemos fantaseado alguna vez con asistir a nuestro propio funeral y ver la reacciones mezcladas de familiares, amigos, allegados y enemigos íntimos. Hace años tuve que escribir un panegírico, aunque me salió un texto analítico y objetivo, que no llegó a ver la luz porque no se habría entendido bien en ese contexto de la muerte de alguien querido y admirado por la mayoría, a pesar de su otro perfil menos amable. Para bien o para mal, y salvo en el caso extremo de los terribles representantes del Diablo, tendemos a idealizar la vida de los difuntos acentuando su cara buena o ignorando su lado despreciable.

Yo tengo la tendencia a ver el mundo en escala de grises, sin ignorar el blanco y el negro puros, por eso suelo mirar a casi todas las personas, lejanas, cercanas, e incluso a mí mismo, con máxima naturalidad; y veo y procuro entender y admitir sus defectos, a la vez que sus virtudes, junto con todos los aspectos grises de sus peculiares personalidades individuales. Así que me pones en un compromiso, Gonzalito. Qué voy a decir de ti, imaginando que existe la posibilidad de que me estés leyendo o escuchando. La conciencia de esta posibilidad me genera pudor y me impide ser del todo objetivo. Pero si hacemos una suma algebraica a ojo de buen cubero, podríamos concluir que has sido una buena persona. Para mí, ser una buena persona consiste en tener un buen corazón, aunque el tuyo te haya fallado, y vivir compartiendo, haciendo a los demás partícipes de tu fortuna y tus éxitos, disfrutando cada momento como si no hubiera un mañana. Tus modales, diríamos que heterodoxos, aunque siempre han generado cierto desconcierto, son peccata minuta frente a ese inmenso corazón movido al ritmo de tu energía positiva. Y con eso nos quedamos.

En realidad, más que decirte, casi que preferiría preguntarte. Ya sabes que yo siempre he creído que la vida y la muerte están perfectamente entrelazadas. Y que lo están de muchas maneras y a todos los niveles imaginables; de hecho, la mejor definición que se ha dado de la vida, que yo comparto, es una formulada en clave termodinámica, que quizá sea la pura expresión del principio hamiltoniano de mínima acción: la vida es la vía más rápida y barata para llegar a la muerte. ¿Cómo lo ves ahora tú, después de esta larga amistad de casi medio siglo siempre criticándome por lo poco que yo gasto y lo barata que me está saliendo a mí la vida?

Perdona que suelte una carcajada. Pero acabo de releer que en Corea del Sur simulan tu propia muerte. Todos hemos tenido alguna vez la tentación de imaginar lo que ocurrirá con nuestras vidas el día que dejemos de existir. Seguro que a ti también se te pasó por la cabeza pensar cómo quedará tu familia, cómo vivirán tu muerte en el trabajo, tus amigos, qué haremos todos luego. Es curioso: ¿por qué iba alguien querer de verdad simular su propio funeral? ¿Qué beneficio se puede sacar con eso que no se pueda lograr con la simple imaginación de esa situación uno de tantos días en que te encuentras deprimido y te apetecería morirte de una vez antes de seguir caminando por la senda más barata en dirección a la muerte? Lo cierto es que a un gabinete psicológico coreano se le ocurrió ofrecer un completo funeral con todos los detalles elegidos por el cliente/paciente como terapia de choque para prevenir el suicidio. La hipótesis de esta acción terapéutica es que el paciente que experimenta la cercanía de la muerte, aunque sea de forma simulada, podrá encontrarle sentido a su vida. A decir de los expertos, esta hipótesis no tiene por qué ser válida para todas las personas, pero si la simulación del funeral se hace a iniciativa del paciente, puede que tenga sentido.

Tal vez también yo siga el ejemplo y busque algo parecido a una verdadera experiencia cercana a la muerte como la que narra Anita Moorjani en su libro ‘Muero por ser yo’. Antes de que empiece el nuevo curso en septiembre.

* Profesor de la UCO