Despierta Kabul aterrorizada y alejada de sí misma. Muy pocos quieren permanecer allí y la imagen de su aeropuerto repleto de miles y miles de personas intentando agarrarse al ala de un avión para huir de una ciudad, a la que ya no quieren, da la vuelta al mundo. Es dantesco. Es terrorífico que un ser humano acepte la muerte antes que vivir bajo un estado de represión y miedo, sin libertad y que castiga por castigar, que odia por odiar y desprecia todo lo que no sea su dogma, su dios y su palabra.

Afganistán ha caído y Europa y América lo miran con preocupación, pero con cierto desentendimiento y lo que ahora les importa, en medio de un terrible caos, es repatriar a los suyos y lo que sea del pueblo afgano es algo que escribirán sus sucesivos gobiernos, que se han impuesto por la fuerza y con violencia, una vez que las tropas americanas abandonaran el país después de 20 años de enfrentamiento con los talibanes tras la tragedia de las torres gemelas.

Las decisiones estratégicas y políticas son en muchas ocasiones decisiones que encierran una venganza y que no evalúan los daños colaterales de las mismas y que en este caso, el caso de Afganistán, se saldará con muerte, terror y la enorme tristeza que invade a un pueblo cuando sabe que su historia está escrita y no será él quien la escriba, sino aquellos que matan en nombre de Alá y en su nombre fomentan el más caro precio por vivir, que no es otro que el de desear la muerte.

No es que Afganistán fuera un paraíso de libertades, pero los avances han sido muchos e importantes en estas dos décadas y sobre todo lo han sido para las mujeres que con lágrimas en los ojos declaran que cómo vivir en un lugar en el que se les prohíbe estudiar, reír, cantar, trabajar, pasear con sus amigas o hablar en público. En un lugar en el que en definitiva se les prohíbe vivir porque ni sus tobillos pueden mostrar, ni sus rostros, siempre encarceladas en telas oscuras que las hacen invisibles y solo visibilizadas en su parte de madres, esposas o hermanas, como si ellas, nosotras, no tuvieran sueños, anhelos, expectativas y ganas de conocimiento. Como si ellas, nosotras, fueran simples vientres donde fecundar siglos y siglos de ostracismo y fanatismo religioso.

La mujer resulta siempre la pieza más frágil en todo conflicto y a ella se la ataca con el arma más poderosa que es robarle la educación, la posibilidad de elegir, obligarla a vivir sometida, sin libertad, olvidada del mundo y de sí misma. Ellos lo saben: vivir así es morir en vida y esa vida es la que quieren para mujeres cuyo único pecado es haber nacido en Afganistán.

* Periodista y escritora