Cuando hablo de cobardía no quiero decir miedo. La cobardía es una etiqueta que nos reservamos para la acción de un hombre. Lo que le pase por la cabeza es cosa suya». Esta cita corresponde a Lord Moran (’The Anatomy of Courage’) y la recoge Sebastian Junger en uno de los libros que mejor reflejan el conflicto de Afganistán, titulado precisamente ‘Guerra’. Narra la experiencia de unos soldados norteamericanos en la valle de Korengal, lindante a la frontera pakistaní y uno de los grandes avisperos del conflicto, cercano a las célebres cuevas de Tora Bora donde se creyó en un tiempo escondido a Bin Laden. Su punto de referencia es el destacamento avanzado Restrepo, denominado así en honor al auxiliar médico Juan Restrepo, alcanzado en la cara con dos balazos mortales en una incursión en el cementerio de Aliabad.

Los articulistas no seremos reporteros de guerra, pero estos marineros en tierra no escapamos de la vis atractiva de este terreno yermo, imprescindible para engarzar el evocador trayecto de la ruta de la seda. Ya las fuerzas de Alejandro Magno se difuminaron en su orografía como afluentes en un desierto. Y el Imperio Británico consiguió orgulloso el Raj hindú, pero también el sonrojo de la derrota por los señores tribales afganos, los que se colocaban hierbas en la barba como señal de majestad. Magnífica es la descripción narrativa que Philip Hensher hace en ‘El imperio de las zarzas’, uno de grandes borrones en el esplendor de la emperatriz Victoria.

Kabul ha caído en manos de los afganos y España no es ajena a esta desbandada. Al margen de la conceptuación ‘flower power’ del efecto mariposa, hay sucesos que no necesitan predicar su universalidad. La caída de las Torres Gemelas está marcada a yerro en Occidente y nuestra cuota alícuota de sufrimiento, tras certificarse la cumbre de las Azores, fueron los atentados de Atocha, así como la tragedia colateral del accidente aéreo del Yak-42, sin contar con los caídos en territorio afgano. Qala-i-Naw se convirtió en nuestro principal destacamento y Herat la población donde se hizo más patente esta hercúlea tarea de dignificar las condiciones de los afganos, y sobre todo de las afganas, condenadas a la más humillante de las sumisiones por esa esclerótica interpretación de la sharía.

Biden se ha equivocado. Quizás recoja los frutos del ostracismo de Trump y el frío algoritmo de una guerra imposible de ganar, pese a esa hemorragia económica, y sobre todo de vidas humanas. Pero no se puede dejar a su suerte a los que confiaron en Occidente para validar la dignidad del ser humano. Pocas sensaciones se tornan tan amargas como las que surgen de la inutilidad del sacrificio, como la de Juan Restrepo y todos los españoles caídos en Afganistán.

La Administración Biden estaba obsesivamente aterrada por una imagen: se trataba de evitar la instantánea de Saigón, el helicóptero removiendo sus aspas en la azotea de la embajada norteamericana, marcando en ese desesperado último pasaje la frontera de la salvación, una ignominiosa salvación.

La constante k es la capacidad del ser humano de reincidir en sus errores. Saigón existe, y la exuberancia del sureste asiático se ha trasladado al pedregal afgano, el caos del aeropuerto de Kabul para comprimir en una tarjeta de embarque una especie de lista de Schindler. Las mujeres afganas volverán a la edad de piedra, pero veo muy asordinadas las protestas de quienes institucionalmente abanderan la igualdad. Nada de montar enésimas cruzadas, pero tampoco de ejercer con los mismos actores de la geopolítica ese pírrico lavatorio de las manos.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor