Hoy celebramos la solemnidad de la Asunción de María a los cielos en cuerpo glorioso, conocida con el apelativo cariñoso de «la Virgen de agosto», a la que muchos pueblos tienen como titular de sus ferias y fiestas. En Oriente se la llama todavía hoy «Dormición de la Virgen». El papa Francisco evoca su silueta y nos habla de la Virgen con inmensa ternura: «María, la madre que cuidó a Jesús, ahora cuida con afecto y dolor materno este mundo herido. Ella vive con Jesús completamente transfigurada y todas las criaturas cantan su belleza. Es la Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. En su cuerpo glorificado, junto con Cristo resucitado, la creación obtiene toda la plenitud de su hermosura. Por eso podemos pedirle que nos ayude a mirar este mundo con ojos más sabios». Estas palabras del Papa nos ponen frente al misterio de la Asunción de la Virgen María a los cielos. María muestra a la Iglesia y a la humanidad el final de la vida del ser humano, el sentido de su peregrinación por los senderos de la historia, los motivos de su esperanza. En un mundo que recorta cada día más el sentido de su trascendencia, encerrándonos con el mayor descaro en la jaula invisible pero férrea de un totalitarismo silencioso, este misterio de la Asunción de María nos abre a horizontes de luz y de esperanza sobre el hombre y su futuro. En plena celebración de los «ritos vacacionales», apenas si tenemos sitio para pensar en el significado de la vida, el destino último, las exigencias de la fe, los ideales que cuentan, la oportunidad de dar nuevo empuje a cualquier trabajo de restauración en el sector del espíritu, la reactivación del funcionamiento de la conciencia. Y uno en particular: «No estamos encaminados hacia la muerte, sino a la resurrección».

Ante esta afirmación, surgirá rápidamente la sonrisa burlona de los que viven ricamente defendiendo lo contrario. La burla nunca es un gran argumento. Asegurémonos: el pensamiento del más allá no extiende una sombra de tristeza sobre la existencia de aquí abajo, no constituye un atentado a la alegría y a la serenidad «terrenas». Al contrario, restituye a la vida su dimensión de plenitud, rescatándola de su precariedad y limitación. El cielo no representa una amenaza, y mucho menos un chantaje, sino una posibilidad inaudita, una llamada a la libertad. Y hoy el creyente, gracias a la complicidad de María, pretende extender al menos «un trozo de cielo» sobre el propio horizonte. Abrir en el gris de la propia existencia un «desgarrón de azul» que la salve del achatamiento, de la canalización, de la vulgaridad. El gran riesgo que corremos es el de una vida incolora, insípida, sin perfume. La muerte no nos debe dar miedo, sino una vida «reducida», gastada en cosas irrisorias, sofocada por preocupaciones mezquinas, sin ímpetu, sin descubrir nuestras posibilidades, sin incentivarnos por algo grande, bello, distinto. Gerardo Diego, el gran poeta, cantó en sus versos la Asunción de la Virgen: «¿A dónde va, cuando se va la llama? / ¿A dónde va cuando se va la rosa? / ¿Qué regazo, que esfera deleitosa, / qué amor del Padre la alza y la reclama?». Y se contestaba: «No se nos pierde, no; se va y se queda. / Coronada de cielos, tierra añora. / Y baja en descensión de Mediadora, / rampa de amor, dulcísima vereda». El papa Pio XII proclamó así el dogma: «Terminado el curso de su vida mortal, María fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». María es el modelo del auténtico cristianismo. Su regazo maternal nos espera siempre, nos abraza con ternura y nos alienta en todos los momentos de nuestra vida.

* Sacerdote y periodista