Chupo las tapas del yogur, y eso que ya no traen premios. Bajo la música para aparcar. Cierro las cortinas cuando me enfado. La vida es una cadena elevada formada por eslabones triviales. Explicadme el mundo, que estoy cansado. Todos somos el imbécil de alguien. Es así de sencillo. Aspiramos a reyes, coqueteamos con bufones, nos lanzamos a los brazos del campesinado. Y es mejor así. En fútbol se llama: «Echar la pelota al suelo». En música: «El bajo está demasiado alto». En el amor: «Quiero pasar el resto de mi vida a tu lado». Deseo vuestras piscinas y vuestra levedad. Este calor me está convirtiendo en un señor aburridísimo. Leo más que nunca. Pienso; que es algo tedioso. He montado un oasis bajo el aire acondicionado. Ya no hay veranos como los de antes, con el latín arrastrando, con los bañadores por debajo de la rodilla. Adolescentes rollizos. Las manos peguntosas por los polos. Besos con olor a Nivea. Una vez hice el amor en una piscina del Brillante. Una de esas noches en las que la luna parece una uña recién cortada. Ella me quiso un instante. No salió bien. El agua estaba demasiado fría. Apenas era junio. Las velas del Natura titubeaban en la orilla. Demasiado vino barato. Yo era joven. Habíamos quedado por SMS. Ni siquiera inventé una excusa. Me enrollé la toalla. Me temblaban los labios. Imagino el amor como una pizza, siempre con un cachito de menos.

«¿Cuánto hay de verdad en lo que escribes en tus columnas y cuánto de literatura?», me preguntó una amiga. «Tú créete sólo las cosas que te hagan sonreír», le contesté. «Vete a la mierda». Le pongo fueguitos por el Instagram, que es una forma de conciliarme con el mundo. Iba a cogerme unas semanas de vacaciones. Pienso mucho en cuánto aguantaré escribiendo esta columna semanal. Me atormenta el desierto. Secarme. Agrietarme. Ser habitado por cactus y lagartos. Un estepicursor sobre mi espalda. A veces, ni el dinero me hace feliz. Y buceo en otras cosas: comer con ansia, beber con insensatez, amar como un perro, con idéntica y febril ceguera. Fantasear con un viaje juntos, ella y yo, hasta una isla llena de ruinas ajenas. Añadir las propias. Fundirnos con la piedra. Amarnos en el acantilado, con el mar brillando como un plato de duralex que ha reventado en pedazos sobre el mármol. El amor nos mantiene en pie, es una suerte de puntal. Una evitación del derrumbe tras la advertencia funesta de la grieta. No regresar, que me parece un derecho al que hemos renunciado con demasiada facilidad. Un edicto de ausencias.

Estoy viejo para provocar, pero más viejo estoy para indignarme. ¿De verdad os preocupan todas estas cosas o es que estoy podrido por dentro? ¿Es algún tipo de gimnasia emocional este sofoco diario? ¿Tan mal está todo o es que ya he perdido la noción del tiempo y la verdad? A veces se me encoge el pecho. Como si un ciervo confundiera mi esternón con una cornamenta y luchara contra mis huesos y se entrelazara y quedáramos atrapados él y yo en esta riña interminable. Y otras veces, las menos, me siento intrascendente y blanquecino, como una nube astillada, como una de esas claras esquirlas que aparecen al frotarnos los ojos. Prefiero caer en una sola batalla, quizá la más inesperada, que, como algunos a los que leo, no tener ni que lavar la ropa de una guerra para otra.

Primero, merendar tortitas con nata y litros de sirope en El Corte Inglés. Después, beber solo ron solo en el bar de un hotel. Eso haría en mis últimas horas de vida. Evitaría las despedidas. Decir adiós es un terremoto innecesario. Siempre preferí la sedosidad del silencio, la cabeza baja, la mirada perdida de los andenes. Apagar el móvil. Llorar como sólo lloran los valientes: con inconsolable cobardía. Todos somos Perséfone, que un día andaba cogiendo flores y al siguiente era reina del infierno. Por eso es mejor no agitar la mano, que nadie confunda las renuncias con huidas. «Las pequeñas aves convergen, convergen con sus dones hacia difíciles lindes», escribió Sylvia Plath. Esos pájaros de plumaje oscuro y ojos de miel que anidan en nuestro corazón y quizá en ningún otro sitio. El adiós es luz de estrella fallecida. Cuando digo me voy, ya hace mucho tiempo que me he ido. En el amor pasa siempre que estamos sin estar y cuando no estamos, aparecemos por el salón todo el tiempo. Me persiguen amores enrojecidos y viejos. Turistas en chanclas visitando la costa de mi esqueleto. Costillas como pilastras. Sol. Cócteles aguados. Fotografiando los escombros bellos  

* Escritor