Era agosto cuando nací, un día 10, y era agosto cuando mi bisabuela se marchó arrollada por un camión que la dejó dibujada en el asfalto. Desde entonces odio y amo al mes de agosto; a días lo amo más que lo odio y a días lo odio tanto que todos los recuerdos de mi bis se agolpan y los sabores son sus dedos y sus besos y los olores, su piel recién lavada y sus palabras me sorprenden en capas de gratitud y sabiduría.

Mi bis no había tenido suerte, perdió hijos y marido, pero ella sabía ser y hacer feliz y sobre todo me quería a mí, que era su bisnieta preferida, la única a la que le dejaba coger pasta de croquetas recién hecha y la única a la que le contaba que el cielo no es lo que imaginamos. «Tienes que imaginar la vida, aunque a veces cueste. El cielo es falso, solo está pintado». Ella siempre supo imaginar la vida y la vivió con pasión y cierta despreocupación, algo que siempre inquietó a su hija, mi abuela, que era todavía más menuda que mi bis. Porque mi bis era muy menuda, pero era más esbelta que su hija, era republicana y en sus creencias había un cierto ateísmo que disimulaba comprando boletos en la misa del domingo a la que había que acudir por el qué dirán.

Todos los días del año mi bis se iba andando desde la puerta del Mercado hasta el cementerio de Torrero, no porque fuera a llorar a ningún muerto, sino porque en la Zaragoza de los años sesenta esa era la distancia más larga que una podía recorrer a pie. Se ponía bonita, recuerdo, y salía a la calle y yo le susurraba que me llevase con ella y ella no decía ni que no ni que sí, solo me entonaba una letra que una noche le escribí: «Mi bis deja que le robe la pasta de croquetas y hace como si no la viera y así jugamos a queremos más y más y por eso ella se marcha sola hasta donde duermen los muertos».

Cuando mi bis murió me quedé ahogada y la pena fue tan grande que durante días esquivé los ruidos y al resto de mi familia, para de esa forma mantener intacto su recuerdo, sus manos y el amor. Algunos meses después mi hermana, que sabía lo mucho que quería a mi bis, comenzó a perseguirme por la casa repitiendo: «La bis ha muerto. La bis ha muerto...». Era un juego macabro, pero solo un juego que en mí hizo reventar todo el dolor hasta desvanecer y caer sobre la esquina de un mueble, rasgándose mi oreja derecha, a la que hubo que poner puntos sin que yo derramara ni una lágrima, al descubrir que el dolor ante su ausencia continuaba intacto. Mi oreja quedó deformada y tiene un pequeño bulto al que me aferro cuando su silueta ronda mis noches y agosto se adueña de mis manos junto a su risa y el cielo pintado me devuelve intacta la vida que juntas imaginamos y que es su recuerdo y mi sustento.

* Periodista y escritora