En la famosísima escena al inicio de ‘Trainspotting’, el yonqui Mark Renton, interpretado por Ewan McGregor, corre a la huida de la policía con una tele bajo el brazo. Su voz va recitando un monólogo sobre elegir un trabajo, bienes de consumo, programas de televisión, alcohol... y termina concluyendo que para qué elegir una vida. Sin llegar a su nihilismo, cabe preguntarse para qué trabajar tanto cuando el resultado de nuestros esfuerzos está tan mal repartido. No me lo invento: España fue el primer país en implantar la jornada laboral de ocho horas, al principio del siglo XX; trabajamos de media 2,2 horas más a la semana que los alemanes, pero nuestra productividad está varios puntos por debajo de la europea. Aumentar la productividad –aunque esta ya haya aumentado en varios órdenes de magnitud desde principios del siglo XX– está muy bien sobre el papel: las empresas crecen, se favorece –en teoría– el pleno empleo y la economía es más competitiva. Pero del dicho al hecho media un trecho muy largo, y los beneficios de esta productividad se reparten desigualmente por barrios.

4,7 millones de españoles no pueden permitirse este año una semana de vacaciones fuera de casa. El derecho al trabajo digno es también el derecho al descanso, un derecho que, por cierto, no es ya que esté recogido en la Constitución, sino que figura incluso en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero generalmente se le presta poca atención porque ello implica remover avisperos varios, desde la distribución de la riqueza (comenzando por el salario mínimo) a la de las horas de trabajo de cuidados en el hogar –vamos, esa maldita manía que tenemos las mujeres con la conciliación–; desde el decrecimiento, a través de un replanteamiento serio sobre la necesidad y la posibilidad de crecer sin límites, hasta el debate de la creación de una renta básica universal que garantice el pan para que también podamos acceder a las rosas. Y hay muchos más.

Además, la identificación del descanso y el ocio con el consumo nos explica mucho de las raíces del problema. Cuando el urbanismo de una ciudad no ofrece otro lugar para sentarse que la terraza de un bar, o cuando el entretenimiento se reduce a pan y circo de pago, o cuando se hace que las ciudades asuman todas las externalidades negativas de un modelo de turismo a la vez elefantiásico y precario, no podemos hablar de garantizar ningún derecho, y menos que ninguno, el del descanso y el ocio.

El yerno de Marx, Paul Lafargue, escribió ya en pleno siglo XIX un ensayo con un título tan provocador como su tesis. En ‘El derecho a la pereza’ Lafargue defendía “el sueño de la abundancia y el goce, de la liberación de la esclavitud del trabajo”. Al pobre Lafargue le cayó el sanbenito de marxista utópico, pero lo cierto es que otro pensador, el insigne Cantinflas, reivindicaría medio siglo más tarde las tesis ‘lafarguistas’ con un argumento irrefutable: algo malo debe tener el trabajo o los ricos ya lo habrían acaparado. Amén.

* Periodista