A la muerte de Abd al-Rahman I en 788 fue proclamado emir --con cierta resistencia por parte de sus hermanos, Sulayman y Abd Allah-- Hishan I, hijo de aquel con una esclava visigoda; un hombre culto, reservado y piadoso que potenció los estudios teológicos, apoyó a la escuela malikí y se mantendría al frente del poder sin grandes sobresaltos hasta abril de 796. Le sucedió, de nuevo contra el criterio y la oposición de sus dos tíos paternos, su hijo al-Hakam I, de solo veintiséis años, quien, con fama de déspota, impío y borracho, protagonizaría uno de los periodos más agitados del nuevo emirato cordobés. El exceso de presión fiscal sobre los muladíes (cristianos convertidos al islam), entre otras muchas razones, provocarían las revueltas de Toledo y Saqundah, que el emir reprimió con extraordinaria crueldad. A su muerte, en mayo del año 822, ocupó el trono su hijo Abd al-Rahman II, que se mantendría a la cabeza del emirato durante treinta años. A lo largo de ellos conocería nuevas guerras intestinas entre algunas de las tradicionalmente enfrentadas facciones del islam -en particular yemeníes y muradíes-, y también una de las etapas más convulsas en lo que se refiere a la convivencia con la población local no musulmana: el siglo IX vio a muchos cordobeses, encabezados por San Eulogio -orgulloso descendiente de aristócratas hispanovisigodos, que consideraba a su estirpe, a su ciudad y a su religión usurpados y vejados por unos advenedizos herejes y sin prosapia- postularse al martirio voluntario para potenciar su fe frente a la de los invasores, quienes no tuvieron más opción que reprimirlos. Eulogio, decapitado públicamente, fue elevado enseguida a los altares y venerado durante siglos como uno de los santos más milagrosos de la Iglesia católica.

El nuevo emir mantuvo el régimen de marcado acento militarista instaurado por su padre, incrementando los cuerpos de mercenarios extranjeros que tan buen resultado le dieron a Al-Hakam; sostuvo incursiones anuales (aceifas) contra los reinos cristianos del norte, aliados en ocasiones con algún rebelde musulmán, e incluso combatió a los vikingos que habían osado atacar Sevilla, destrozándolos en la batalla de Tablada. Con todo, si algo caracterizó el gobierno de Abd al-Rahman II -más dado a la poesía y a los lances amorosos, a los libros y a las vírgenes, a la sensualidad y a las fiestas que a la guerra- fue la ampliación de la mezquita aljama; su apoyo y promoción a la ciencia, las artes, las letras, la agricultura y la industria; la introducción de nuevos avances tecnológicos y culturales; el aumento de la tributación en el marco de una inédita y mucho más organizada fiscalidad -reforzada por primera vez con la creación de una ceca propia y la acuñación de moneda-, y el enriquecimiento de sus súbditos, que pudieron comprobar cómo Córdoba se convertía cada vez más en ciudad de referencia, y él en el gobernante más amado desde que alcanzaba la memoria. Obviamente hubo también despilfarros, ostentación y extravagancias, propias de un gobernante totalitario y omnipotente, pero justo es reconocer que, entre otros muchos aspectos, favoreció las fundaciones pías, materializadas en la construcción de mezquitas o cementerios bajo el patrocinio de esposas y concubinas; inició la dotación de una gran biblioteca palaciega; construyó un nuevo palacio en el interior del alcázar dotado de lujos propios de Oriente; llenó sus jardines de animales exóticos; mantuvo contactos regulares con Bizancio; creó una fábrica de tapices y tejidos preciosos, y supo rodearse de sabios, escritores y artistas, fiel reflejo de la ebullición cultural del momento. Entre ellos, por solo poner un ejemplo, Abbas ibn Firnas, prestidigitador, adivino, inventor del cristal, astrólogo, y primer ser humano que intentó volar (de ahí que Córdoba le haya dedicado un puente).

Destacó además por méritos propios el músico bagdadí Abul Hasan Alí ibn Naf, más conocido como Zyriab (mirlo), un liberto nacido en Mesopotamia y formado como músico y compositor en Bagdad, que hubo de abandonar ante los celos homicidas de su propio maestro. Tras varios años de accidentado periplo por Siria y el norte de África, precedido en todos los lugares por la fama de su voz, recaló en Cairuán; desde allí escribió al emir al-Hakam I, quien lo mandó llamar a la corte. Cuando llegó a Algeciras, el emir había muerto, pero la invitación fue asumida por su sucesor, que lo colmaría de oro y riquezas, subyugado por su arte. Vivió setenta años, durante los cuales hizo razón de existir de los placeres, la música, los libros, la comida, el vino, las mujeres y la poesía (nunca se dejó tentar por las intrigas palaciegas), introduciendo en al-Andalus juegos de habilidad e inteligencia como el polo o el ajedrez, y nuevas y más refinadas costumbres en la mesa, la gastronomía, la belleza, el peinado o la moda. Moriría plácidamente en 857, rodeado de lujos en su casa de campo del arrabal de al-Rusafa.

* Catedrático de Arqueología de la UCO