Desde luego, hay que ser muy grande para que un deportista robe protagonismo mediático a unos Juegos Olímpicos. Messi tuvo la deferencia de programar su rueda de prensa una hora antes de la clausura de los Juegos de Tokio para que el fútbol no intimidase con su avasalladora omnipresencia. El todo por la parte. La universalidad del deporte versus la autocomplacencia del balón, pues lo más rayano a una pira funeraria de esta descreída sociedad es la inmolación catártica de muchos hinchas frente al adiós de un pibe. Messi es el Boabdil de la Liga y su pañuelo moqueado, más propio del aria de Pagliacci, la demostración palmaria de la decadencia de nuestro campeonato.

Si la vida es una bufonada, imaginen que un rosarino, que casi tiene que tomar Calcio 20 para combatir su timidez, haya puesto a Barcelona, urbi et orbi, en el arranque de todos los telediarios. Y eso, sin darle la satisfacción a los separatistas de hablar una miqueta de catalán. La despedida del argentino supone alicortar el eco político del ‘més que un club’. Griezmann, miren por dónde un francés, se ha convertido para muchos culés en Barrabás. Y cuando vean la instantánea de la Pulga con su nueva camiseta, no escucharán el retemblor del Gólgota, sino esa estridencia de ultrasonidos que martillea algunas conciencias: «La República no existe, idiota».

¿Y qué papel desempeña Florentino en este entuerto? Son muy grandes las tentaciones de emular a Reagan, la carrera armamentista sustituida por una lluvia de millones para destruir al adversario. Como James Dean en ‘Rebelde sin causa’, el presidente del Madrid se apeó del vehículo antes de caer al precipicio, vendiendo a la Juventus la egolatría de Cristiano Ronaldo, que ahora quiere amortizar su arrepentimiento. El Barça juega con la bancarrota en el peor momento, cuando la sociedad catalana no está ni para óbolos ni derramas que enjuaguen la aventura del procés. Florentino parece hacer gala de su topónimo, desplegando una astuta diplomacia, sabedor de que la grandeza del eterno rival ennoblece la propia; empeñado, pese a que todos quieren más tajada en el turrón, a que la gallina siga poniendo sus huevos de oro. El dinero y el poder mantendrán con Laporta ese abrazo de Vergara... siempre y cuando Mbappé no se ponga definitivamente a tiro.

El fútbol sigue siendo el auténtico rompeolas de las pasiones, con los barcelonistas robándoles a los lusos la saudade. Messi pudiera ser el más grande, pero no va a gozar de los altares de Maradona. Ambos recalaron en el Camp Nou, pero el Diego escogió Nápoles para buscar la santificación de la visceralidad. El Pelusa era más un Hércules ensortijado y chico, con esos excesos que tanto encandilan a los dioses. A cambio, Messi se lleva su retraimiento empaquetado en un impresionante pero alicortado palmarés -le falta un Mundial- y una chequera que, a la postre, es el mejor vaso lacrimatorio.

Este fin de semana arranca una Liga de pasitos cortos, pues la pandemia nos semeja a los homínidos que bajaron del árbol para enfrentarse a la incertidumbre. A los cordobeses nos llegará esa cita un poco más tarde, la dudosa ventaja de vivir en el inframundo futbolístico de Dante. Aun así seguimos vivos. Hay vida después del balón.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor