Vivíamos, apenas dándonos cuenta y sin que algún Giuseppe Tornatore lo filmase, nuestro particular ‘Cinema Paradiso’. En verano, nos llevaban con harta frecuencia, casi a diario, a los cines de temporada, al aire libre. Bueno, lo del aire libre era dudoso, ya que ni a media noche se movían las hojas de los árboles, pues parecía que la ciudad estaba rodeada por rastrojeras que ardían infernalmente.

Canículas interminables, con filmes del sorprendente hombre invisible y del musculoso Tarzán en la selva y con los monos; de los inolvidables Laurel y Hardy, el gordo y el flaco, con los que nos desternillábamos de tanto reír; del malvado Fu-man-chú, que, literalmente, nos acollonaba; de Fred Astaire bailando y bailando sin cansarse nunca; del ladronzuelo de Bagdad que, volando, recorría los cielos de Oriente -quién pudiera imitarlo- subido en una alfombra persa; de ‘¡Qué verde era mi valle!’, un drama minero que contenía, sin que se dieran cuenta Walter Pidgeon y Mauren O’Hara, una soterrada denuncia protoecologista; de la épica e imprescindible ‘¡A mí la legión!’, que cuando la vimos cuarenta años después nos pareció un bodrio insufrible; de las comedias inequívocamente americanas del director Frank Capra, que a la tía María le parecían adorables sin que yo alcanzase a entender por qué; y no digamos el penoso dolor de Marianela, la adolescente ciega que nos acongojaba hasta el extremo de querer salirnos del cine Fuenseca a media película, cosa que no consumamos por que nos convencieron -es un decir- de que estaba basada en una gran novela, ni más ni menos que de Pérez Galdós. Quizás por eso, desde entonces, aborrecimos al famoso don Benito, que, siendo niños, fue capaz de entristecernos hasta el borde del gemido.

Al regresar de la proyección nocturna, intentábamos dormir en aquellos colchones de lana que acrecentaban los sudores y más que sitio de descanso eran un lugar de tortura ideado, probablemente, por algún inquisidor perverso.

Cuando la calor lo permitía, nuestro sueño reforzaba el deseo de que llegase pronto septiembre, con la verbena de la Fuensanta, casi siempre acompañada por alguna tormenta refrescante que transportaba en sus vientos el agradable olor de la tierra recién mojada.

Y, en sueños también, se nos antojaba una delicia volver a la rutina del colegio. A un nuevo curso cantando, como los falangistas, ‘Cara al sol’ todas las mañanas, brazo en alto, en el patio de entrada, antes de incorporarnos a las aulas, mientras masticábamos -por eso el coro resultaba desafinado- un chicle de intenso color rosa y sabor a fresa que, después de intercambiar cromos de Blanca Nieves y Robinson Crusoe, le habíamos comprado a la arropiera situada al pie del alminar de San Juan, que vendía a los escolares sus variadas chucherías: durísimos garbanzos impregnados de yeso, pipas tostadas de calabaza y girasol, trozos de auténtico paloduz amarillento que triturábamos con los dientes para extraerle sus dulces jugos.

En resumidas cuentas: acabamos de escribir un nuevo ramillete de remembranzas que, día a día y desde hace muchísimos años, han ido configurando las circunstancias de nuestra razón vital. Ese conjunto de realidades sociológicas que, según nos ha descubierto el eminente profesor Cuenca Toribio, intuyen como nadie los profesionales del taxi.

* Escritor