Como cada tarde, bajamos hasta las orillas del río Guadalquivir acompañado de los perros Dago y Estrella. Un camino distante del centro de Palma del Río, pero un remanso de paz que merece ser recorrido. Las tierras de Casa Santa entre el puente de hierro, por cierto, en obras espectaculares de reparación, y el puente nuevo. Por allí, los caninos gustan de perderse entre jóvenes naranjos y alienados olivos por los senderos de la madre vieja del río. Los límites los marcan las riberas de la cuenca cubiertas de tarajal entre álamos blancos y la barranca de antiguas orillas.

Perseguir liebres, quizás, del Soto de los Conejos y del pago de la Ribera es un aliciente de libertad para los caseros perros que gustan de correr y trotar a la caída del sol. Pero la tarde del lunes de la Reina de los Ángeles se hizo larga noche, pues Estrella, osada como ninguna, se internó en un laberinto de ramajes, zarzas y oquedades invisibles. Por más que lo intentamos, apenas sin luz de luna, en la nocturna oscuridad, la perra ni salía ni ladraba ni daba muestras de vida. Nos dejamos las manos, la voz, las energías y la rabia de no asistir en tan difícil angustia la soledad de Estrella. Desistimos, esperando el amanecer y medios para penetrar en una jungla de tarajal.

No conciliábamos el sueño, no soportábamos la idea del trance que podría estar viviendo nuestra querida perrita, que recogimos abandonada y maltratada y que llenó nuestras vidas de gratitud con su complicidad familiar. Vencidos, nos fuimos a la cama, hasta que el fiel y noble Dago entró llorisqueando que alguien estaba en la puerta de casa. Estrella se presentó sana y salva en su domicilio. Había recorrido de madrugada orillas, senderos, puentes, avenidas, plazas y calles hasta llegar a la misma puerta de nuestra casa. Respiramos aliviados y sorprendidos por su particular hazaña de varios kilómetros. La noche de los Ángeles protegió a Estrella y, guiada por su instinto, regresó a casa. Gracias.

* Historiador