Abd al-Rahman ibn Muawiya, nieto preferido del gran califa omeya Hishan II, era hijo de un príncipe y una esclava bereber, y se crió con su abuelo en el palacio de al-Rusafa, no lejos del Éufrates, en Siria. Hasta los diecinueve años disfrutó de una vida muelle, camuflado cual espiga entre las mieses abundantes de su propio linaje, hasta que los abbasíes, de inspiración fundamentalista, con el argumento de restaurar la pureza del Islam y las buenas costumbres, se rebelaron contra Marwan II, último califa omeya, y exterminaron prácticamente a la totalidad de la familia. Bueno, a todos no. Se salvaron Abd al-Rahman y varios de sus hermanos, que por razones nunca bien aclaradas por la historia no acudieron a la invitación del califa abbasí Abu Abbas convertida en masacre. Un mensajero acudió a comunicarles la tragedia al lugar donde estaban escondidos, pero los abbasíes lo siguieron y uno de ellos, Yahya, fue asesinado. Abd al-Rahman esquivó al destino por encontrarse de caza y decidió huir hacia el este, llevando con él a dos de sus hermanas, a un hermano menor, a su propio hijo de cuatro años y al único criado que había permanecido junto a él, el liberto Badr. Se escondieron en una humilde aldea del desierto, a la que, no obstante, llegaron también los esbirros del califa abbasí. Abd al-Rahman huyó con su hermano dejando atrás a las mujeres y a Suleyman, pero fueron alcanzados y el pequeño, más débil y confiado, cayó degollado ante sus ojos.

Comenzará entonces el último omeya, acompañado únicamente de Badr, un viaje infinito hacia Occidente, cuajado de peligros, dificultades, miedo, hambre y desesperación, en el que invertirá cinco años de su vida y que terminará en Córdoba tras encontrar antes refugio temporal -entre otras- en la tribu Nafza, de la que un día fue arrancada su madre. Su territorio estaba en las inmediaciones de Ceuta, con sólo el mar por delante, al fondo del cual el omeya vislumbraba cada día una tierra desconocida que, según pudo saber, había acogido no hacía mucho a medio millar de clientes árabes y sirios de su familia que le seguían debiendo fidelidad (asabiya), conforme mandaban las sagradas leyes tribales. Abd al-Rahman envió a Badr con una carta para Ubayd Allah ibn Utman, el jefe de los omeyas andalusíes, y trece meses después, el 14 de agosto del año 755, el príncipe inmigrado, alto, rubio y tuerto de un ojo -que había perdido a causa de una enfermedad ocular-, desembarcaba en Almuñécar. Finalizaba apenas el invierno cuando Abd al-Rahman se puso en marcha hacia Córdoba a la cabeza de un gran ejército, y el 15 de mayo de 756, tras aniquilar a sus mismas puertas a las tropas de Yusuf, entraba en la ciudad y era proclamado emir en su mezquita mayor, que todavía compartía espacio físico con la iglesia de San Vicente. Recobraba así dignidad y poder, que a partir de ese momento defendería sin piedad contra todos combinando crueldad e inteligencia, prudencia y valor, guerra y poesía, odio y nostalgia. Esta última le llevó a importar árboles y cultivos de Oriente y a reproducir en Córdoba esquemas urbanísticos y arquitectónicos, además de modos de vida similares a los que un día conoció en su tierra. Comienza de hecho por comprar a los cristianos la iglesia de San Vicente por cien mil dinares; manda construir en ella la mezquita aljama -que ya no pararía de crecer durante varios siglos, hasta convertirse en la joya que hoy conocemos-, y no tarda en hacerse con unos terrenos en la falda de la sierra, donde reprodujo el palacio de al-Rusafa en el que se crió y fue feliz, un oasis de verdor y frescura -su propia versión del paraíso-, al tiempo que jardín botánico: en él se aclimataron al nuevo clima muchas de las especies vegetales que mandó importar a la península y que hoy forman parte fundamental de nuestro paisaje y nuestra dieta. Se iniciaba así una transformación profunda de la urbe y sus habitantes, que no tardarían en rendirse a la superioridad cultural de los nuevos invasores, de cuya mano habrían de llegar tiempos de gloria. De inmediato, la Qurtuba de los omeyas se convierte en lugar de destino para gentes venidas de todo el Mediterráneo (también, del norte de España), que terminan por hacer de ella su patria, aún más mestiza de lo que ya era, y la capital de Occidente: «una ciudad de pupilas, de incesantes miradas, de roces de cuerpos en la angostura de los callejones, de perfumes densos y de aguas fecales que corrían libremente en arroyos bajo los pies de los caminantes, de sonidos fatigados de pasos, de voces que gritaban en tres idiomas y se borraban entre sí y se quedaban en silencio cuando venía sobre los tejados la solitaria voz de un almuédano…; que olía a pan, a guiso de cordero, a especias, a cuero macerado, a rincones y portales húmedos donde la luz del día no entraba nunca… El corazón de Córdoba era una cámara sellada», dice A. Muñoz Molina en su Córdoba de los Omeyas. Imposible sintetizarlo mejor.