Mi padre, Don José Santiago Arroyo, es el mejor padre del mundo. No es que aquí pegue mucho decir que es gitano, pero lo digo porque aún hoy, el pertenecer a este mágico pero no menos marginado pueblo, significa un plus de dificultad prácticamente para todo (salvo para tener compás por bulerías). Pues imagínense en periodos pre democráticos donde en muchas ocasiones la práctica legal de la arbitrariedad era el pan de cada día. Pues bien, siendo adolescente, mi padre ya trabajaba durante la época del Protectorado español de Marruecos en la imprenta «Cremades» de su Larache natal. Aquel oficio le metió en el tuétano el amor por la lectura. Allá por el 62, ya en Córdoba, con 17 años marchó a Alemania a trabajar duro para mandar dinero a su familia. Antes de bajar a la mina y por tanto antes de poder demostrar no tanto quien era sino como era, se enteró de chismes despectivos respecto de que un gitano no valía para currar con la pala. Mi padre, herido en su orgullo se apuntó a destajo con tanto vigor que los mismos que lo criticaron iban admirados a verlo trabajar. Hoy, cuando por ejemplo yo paso periodos que tengo alguna preocupación, siempre me cuenta aquel derrumbamiento que hubo a ochocientos metros bajo tierra en aquella mina de Sophia- Jacoba cuando el techo del túnel se le quedó a un escaso palmo y abrazado a su amigo el Chato el pocero que también era de Córdoba, ambos lloraban como niños que eran y un minero alemán comenzó a reírse de ellos a lo lejos del túnel y fuera de peligro, pero no por alegrarse de la tragedia que parecía avecinarse sino como quitando hierro al asunto, gesto sabio del germano que les salvó de morir de miedo antes de que los rescataran felizmente. Eso le sirvió para siempre saber lo que hay que hacer ante un problema gordo: no perder la calma y tener sangre fría porque a veces los nervios son más perjudiciales que el problema en sí; como aquel día que lo atacó un terrible perro dobermán que lo tiró al suelo y mientras le daba mordiscos, el Pepe consiguió asirlo de una pata de atrás y con las dos manos sucesivas le partió el tobillo al dichoso can que con todo lo asesino que era se marchó con la pierna colgando y aullando por el dolor. En el 68 se metió en la Policía Nacional por la carga aventurera que tenía ese honorable oficio sacando el número uno en el examen de conocimientos y aprobando el físico vestido de traje y zapatos ante la mirada enamorada de mi madre que orgullosa ve como su marido vestido de guapo adelantaba en la carrera a todos los gachones con chandal. Es verdad que en un principio sufrió la incomprensión de compañeros e incluso el reproche de muchos gitanos en el sentido de cómo se le ocurría ser parte del uniforme que ejercía la opresión que recibían. Pero él siempre supo que la única forma de cambiar las cosas era ocupar los espacios que se suponían vedados a la juventud calé. Y terminó siendo muy querido y respetado por su raza como por cuñao el Gordi, el tío Jesulito o su compadre Enrique y, a la vez, muy querido y admirado por sus compañeros policías como Bermúdez, Ariza «el malospelos» o Valle Ballesteros, todos maravillosos hoy tristemente fallecidos (pero yo sigo aquí para hacerle más llevaderas las ausencias). Hoy sigue hecho un toro y eso que tiene ya 78 años. Hace nada hubo un problema en el campo y había que hacer una larga y profunda zanja. Mi padre dijo que no hacía falta gente de fuera y pico y pala se dispuso hacerlo. Para eso cogió de peones a mis hijos universitarios, que le han ayudado pero no han podido llevar su ritmo. A las siete de la mañana me los levantaba para la zanja en pleno periodo de exámenes mientras mi madre, como clásica abuela, le decía que los dejara un poco más en la cama. «¡De eso nada Manuela, que si no se les enseña ahora que hay que valer para trabajar y estudiar a la vez, probablemente no valgan para nada nunca!». Y así, mis vacaciones de este verano han sido ver a mis hijos trabajar como quintos sudando la gota gorda para saber lo que vale un peine en vez de verlos haciendo el ganso con la pley o sentados en una terraza de un bar ante un Covi sin contemplaciones. Estoy seguro que en el futuro verán claro que esa zanja hecha por un hombre con 78 años contra toda adversidad y pronóstico, simbólicamente les servirá como trinchera ante los ataques sorpresivos de esta traicionera vida. Ya tendrán tiempo de divertirse. Ahora toca aprender de un abuelo ejemplar que les ha enseñado que un ser humano brillante no es el que tiene mucho dinero o mucha inteligencia sino aquel que tiene templanza ante los problemas, ilusión por trabajar y amor por su familia. Y sobre todas las cosas no engañar nunca porque no hace falta engañar a nadie para triunfar como persona sino todo lo contrario: hay que ser auténtico incluso por encima de tus posibilidades. Así que ya solo me queda decirle desde aquí en nombre de todos los suyos que no son pocos: Popaito ¡ole tus pantalones!

** Abogado