En una esquina de la calle principal, junto al semáforo, estaba el mendigo. Ruido de coches, gente que, en avalanchas cruzaba con prisa, pregoneros ambulantes de baratijas, naranjos en flor que esparcían un jugoso y penetrante olor a azahar. Era un hombre negro, delgado, de piel escamada y pellejosa, sucio, con la camisa hecha pedazos, y los pantalones cubiertos, de manchas viejas, grasosas... Parecía un ovillo. Sentado en cuclillas, con los hombros encogidos, la cabeza apoyada en las rodillas y una especie de temblor convulsivo que, de vez en cuando, lo agitaba en un aparatoso balanceo. En la cabeza calva, un puñado de pelo apelmazado y, sobre ella, tapándole los ojos, un pedazo de gorra retorcida. Con una mano de uñas gordas, negras... a medio extender, repetía en soniquete adormecedor: «una limosnita, que Dios se lo pagará!; ¡una limosnita, que Dios se lo pagará...!» La gente, con sus prisas y afanes, pasaba sin verlo, como se pasa por delante de una manida historia, de una vieja estatua, de una rutinaria y vulgar comedia. Y el mendigo, hasta que los veía desaparecer, los perseguía con una mirada oculta y sin dejar de repetir: «¡Una limosna, que Dios se lo pagará...!». Yo, mientras mi madre compraba en un comercio próximo al mendigo, estaba allí, con mis pocos años, como pegada al suelo, mirándole de arriba abajo, como si quisiera llorar, como si pudiera ayudarle... Pero a mí, que tan sólo era una niña, el mendigo no me vio. Una niña no era objeto de interés para un mendigo. No obstante, era lo único que en aquellos momentos tenía pero... Hoy creo que no hay mayor pobreza que la de ver sólo aquello que nos interesa. ¡Cuántos mendigos hay por el mundo! Mendigos de poder, fama, mendigos de gloria, de nombre... Y yo los sigo mirando, como si quisiera llorar, como queriendo ayudarles, como si quisiera decirles: que la vida son dos días, que en la vida hay dolor, belleza, amor... pero ellos, los «mendigos», a veces, siguen sin querer saber, sin querer ver ni oír.

** Maestra y escritora