El movimiento olímpico siempre ha hecho buenas migas con el séptimo arte. Es obvia esta simbiosis porque en ambos confluyen dos ingredientes esenciales para captar la atención del público: la plasticidad y un argumentario alambicado de emotividades, con la superación y el esfuerzo como hilo conductor. La cima oficial de este reconocimiento se alcanzó en 1981, al otorgarle a «Carros de fuego» el Oscar a la mejor película, con los Juegos de París de 1924 como escenario de fondo. Por cierto, los franceses han logrado redondear centenarios, pues ya sabemos dónde será la próxima cita olímpica. Insistimos. Son prolíficas las carantoñas del cine a los cinco aros. Spielberg filmó el talión del Mosad tras los asesinatos de deportistas israelíes en la villa olímpica de Múnich. Y si hay un personaje del nazismo que se ganaría el indulto por un amplísimo consenso sería la directora Leni Riefensthal, a pesar de haber puesto la estética al servicio de una insidiosa propaganda.

En Tokio se ha cerrado el círculo a un guión propicio a la lágrima fácil de las sobremesas sabatinas. Oksana Chusovitina se desvincula del talco que evitaba en las paralelas una mala pasada. Se retira con 46 años la abuela de las gimnastas. Verla este fin de semana afrontando el salto del potro te hacía sospechar que existían replicantes de Benjamin Button. Mirando de reojo la nueva coronación de Simone Biles, se retira una gimnasta que ha competido en ocho Juegos Olímpicos. No encontrarán mejor médium para conectar con Cobi o con Curro, su colega de la Expo. La Chusovitina es el carbono 14 de estos convulsos treinta años contados en una sucesión de maillots. De hecho, es un regreso al futuro, pues en el 92 los rusos también compitieron sin bandera patria, y la uzbeka formó parte de ese limbo de delegación que testimoniaba la desintegración de la Unión Soviética. Otrora, por las indómitas correrías de Yeltsin y hoy por las cuquerías de dopaje de un Putin que se ríe de estos olímpicos arañacillos. Oksana no solo ha competido por Uzbekistán. También lo hizo por Alemania, aunque existían rotundas razones para ejercer de mercenaria en la barra de equilibrio. Necesitaba el dinero para curar de leucemia a su hijo de 3 años, la razón esencial para su vuelta a la alta competición. Y es que estas tres décadas han dado para contemplar el empuje de la Alemania reunificada; el enésimo final de la inocencia cuando, visto el ciclón de turbadoras desgracias del nuevo siglo, la de los noventa se convirtió en la última década naif. Ya no hay saltos de Pascual Maragall enfundado en su guardapolvos y Madrid puede negar como San Pedro que tres veces, tres, estuvo a un tris de ser sede olímpica. Hoy volvemos a la expectación crítica, con el alma en un puño de los tokiotas, o el desangelado discurrir de los Juegos Olímpicos de Montreal. Ya no hay esos pugilatos para albergar unos Juegos y París, o Brisbane en el 2032 han sido candidaturas únicas, emplazadas en un «quédatela tú que a mí me da la risa». Madrid se reconcentra con su recién estrenado Patrimonio de la Humanidad, incluyendo una pinacoteca más inmortal incluso que la gimnasta uzbeka. Y, por supuesto, los plataneros a los que una vez se encadenó Tita Cervera para aplacar a los leones urbanísticos. La Chusovitina es la viejuna canción de la perseverancia, el altarcito de quien nos encomendamos a contemplar la vida como una carrera de fondo.

** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor