Hace unos días el Gobierno ha aprobado el anteproyecto de ley de Memoria Histórica que en septiembre será enviado al Congreso para su trámite parlamentario que, sin duda y dadas las declaraciones habidas por significados representantes del espectro político, se espera borrascoso, con utilización de argumentos interesados y propenso a hacer un uso político de la Historia lleno de inexactitudes, exabruptos y mistificaciones y, lo que pudiera ser peor, con una más que crispada proyección del debate sobre la sociedad contando aun, además, con el horizonte de que dicha ley será derogada tan pronto como la derecha política sea capaz de llegar al poder. Por el contrario, estamos ante una nueva oportunidad, -a falta de un proceso autorreflexivo y autocrítico como el que en su momento vivieron otras sociedades europeas de pasado totalitario-, de poder lograr un acuerdo que consiguiera para siempre la unanimidad de condena de la dictadura franquista, de sus orígenes guerracivilistas y de sus desastrosas consecuencias para la sociedad española y, por supuesto, de intentar dar solución a problemas que, en ese ámbito, no admiten más demora.

Dicha ley viene a sustituir a la aprobada en 2007 por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero que, a pesar de significar un paso importante en lo que vino a llamarse recuperación de la «memoria histórica», que demandaban sectores importantes de la sociedad y, fundamentalmente, el movimiento memorialístico, sin embargo, supuso una especie de afrenta para la propia derecha política que, aunque no llegó a derogarla, como ahora amenaza el señor Casado, sí se ufanaba durante los gobiernos de Mariano Rajoy de no consignarle asignación presupuestaria. En aquella ley quedaron importantes flancos sin cubrir (tema de las exhumaciones de las que el Estado no asumía la responsabilidad que debió tener, cuestión de la nulidad de las sentencias dictadas por los tribunales durante la guerra y la posterior dictadura, políticas educativas tan necesarias para que las nuevas generaciones tuvieran un conocimiento más cabal de los procesos históricos que, sin duda, han terminado configurando nuestra realidad política más reciente, cuestiones también acerca de simbología, apología del franquismo, que han posibilitado la existencia de zonas grises, de interpretaciones poco acordes con las exigencias de una sociedad democrática que, unido a la pervivencia ley de amnistía de octubre de 1977, permitieron vías de escape a muchos de los responsables de las mayores atrocidades y atropellos de los Derechos Humanos cometidos durante la dictadura; la presente ley pretende abordar y dar solución política a estos y otros problemas.

Quiero referirme, para terminar, a uno de los asuntos que aborda el nuevo proyecto de ley y cuya investigación me lleva ocupando más de una década: la nulidad de las sentencias dictadas por los tribunales franquistas (tribunales militares/consejos de guerra, de represión de la masonería y el comunismo, de bandidaje y terrorismo, no digamos del TOP, etc), todo ello bajo el amparo de un conjunto normativo (Jurisdicción militar de guerra, Decretos de incautación de bienes, Ley de Responsabilidades Políticas de 9-II-1939, Ley de represión de la masonería y el comunismo de 1 de marzo de 1940, Ley de seguridad de Estado de 11 de abril de 1941, Decreto ley de represión del bandidaje y el terrorismo de 18 de abril de 1947 y finalmente, la Ley de Orden Público de 30 de julio de 1959), cuyo análisis no resiste ni la más relajada mirada democrática. Parece mentira que aún debamos dudar que ejercer cargos institucionales vinculados al Frente Popular (alcaldes, concejales, diputados), tener representación de los llamados sindicatos históricos de clase UGT, CNT y, más adelante a partir de los años sesenta, también CCOO y USO, haber defendido por diversos procedimientos en la retaguardia y en el frente la legalidad constitucional republicana que, se empeñe quien se empeñe, era la vigente el 18 de julio de 1936, y ya en plena dictadura haber combatido el franquismo, ser condenado por «asociación ilícita», «propaganda ilegal», por «alteración del orden público», por reivindicar el derecho de huelga, de manifestación, de negociación colectiva, pedir la democratización del funcionamiento de las instituciones educativas y universitarias, que constituyen hoy por hoy la mayor parte de los cargos que se imputaron a los encausados cuyas sentencias la nueva Ley de Memoria Histórica pretende hacer nulas al considerar ilegítimos los tribunales que las impusieron, sean, junto a la cuestión de las exhumaciones de centenares de miles de españoles «extraviados» en las cunetas o en las fosas comunes de los cementerios, el logro de una sólida formación que prepare a las generaciones más jóvenes a conocer la Historia más reciente de su país, el rechazo de la apología de la dictadura franquista, de sus orígenes y de lo que significó, supongan, en el próximo debate parlamentario que se nos viene encima, un problema para una derecha que se dice satisfecha con el consenso logrado la transición, sin intentar ir más allá de ello, y que se define democrática.

* Catedrático de Historia Contemporánea