A diario oímos que en este siglo, según los agoreros, el cambio climático, propiciado por las emisiones de CO2, aumentará la temperatura varios grados. Como consecuencia del deshielo acelerado de los casquetes polares, muchas costas perderán su configuración actual, sufriendo agudos cambios morfológicos que inclusive afectarán a las poblaciones instaladas a orillas de los mares. Desaparecerán bastantes especies de la flora y fauna que ahora existen. Los océanos acabarán plastificados hasta el extremo de transformarse en inmensas cloacas donde las branquias de los peces respirarán con dificultad. La cruel humanidad alargará su existencia terrenal, pero los individuos menos favorecidos engrosarán su desgracia subsahariana, al no usar preservativos y multiplicarse como conejos. Hasta hay quienes aseguran que los virus ampliarán sus reinos microscópicos. Tal vez se aproxima un panorama tan pesimista como probable.

Mientras avanzan dichas catástrofes biológicas y materiales, los idiomas -ese conjunto de palabras que Ortega consideraba como soplos de aire estremecido- también sufren un amplio deterioro, una invasión de anglicismos, y otras expresiones foráneas, que son perfectamente reemplazables si tuviéramos al idioma como una criatura a la que debemos cuidar. Recolectemos algunos ejemplos. Decimos feeling en sustitución de estilo musical cubano; light en lugar de menos calorías; driblar por regatear; test en sustitución de prueba o control; open para cualquier torneo deportivo abierto; fifty-fifty por mitad y mitad; fan como reemplazante de admirador, seguidor, aficionado o forofo; best-seller por no decir superventas; slip por calzoncillos; coach por entrenador o preparador; smog por humo; slogan por lema; escúter por ciclomotor; butade por expresión ingeniosa y provocadora; flirt por coqueteo; déshabillé por salto de cama; lifting por estiramiento de la piel; nocaut por fuera de combate; caché por distinción o elegancia; casting por selección; overbooking por sobreventa; el prefijo ciber por el adjetivo electrónico... Ya paramos aunque podríamos seguir páginas y páginas; y eso que hemos prescindido del lenguaje informático, en donde el castellano se encuentra totalmente abolido.

Un fenómeno parecido tuvo lugar, protagonizado por el latín, en el Renacimiento. Entonces se emplearon muchas expresiones tomadas de la lengua vigente en la antigua Roma para enaltecer o corroborar una idea dotándola de autoridad. De esas frases y palabras aún quedan residuos. A veces, para reafirmar que están al comienzo de algo dicen ab initio; si quieren recalcar que las decisiones son inamovibles, sin vuelta atrás, usan alea jacta est que, según dicen, pronunció Julio César al atravesar el río Rubicón; si el deseo, la opinión o los asertos vienen de muy antiguo, afirman que perviven sin mutación desde las calendas grecas, etc.

Ahora, con todo lo antiguo en cuarentena -en determinadas ocasiones por efecto de la incultura-, los anglicismos que nos asaltan exhalan un tufillo que parece progresista -como sucedió con los galicismos cuando estaba en auge la cultura de la Ilustración-, mientras que el uso de frases latinas resulta, casi siempre, una pedantería semejante a la utilización de amortizados arcaísmos. Incidencias que -reiteramos- suceden tras la invasión que, diaria e insistentemente, efectúa en las lenguas románicas el idioma de Shakespeare y sus variantes acuñadas en los USA.

Concluido este artículo, el profesor Carlos Clementson me proporciona un texto de Jorge Luis Borges que no dudamos en transcribir porque viene como anillo al dedo para abrochar lo sobre escrito. Las frases del gran escritor argentino son las siguientes: «Es una lástima que el estudio del francés se haya reemplazado por el estudio del inglés (...) porque el francés se estudiaba en función de la cultura. En cambio, el inglés se enseña en función de los negocios; de un modo puramente comercial».

* Escritor