Cuando se leen, en boca de determinados responsables institucionales, municipales o autonómicos, frases en relación con la arqueología cordobesa calificándola sin rubor de testimonio fiel de la historia y barómetro cierto del nivel de implicación de una sociedad con su legado histórico, o destacando como modélica la labor en dicho sentido de sus respectivas administraciones, es difícil no sentirse turbado; no preguntarse si tales palabras son un error de transcripción por parte de quien escribe, o de simple apreciación por parte de quien lee. Es muy probable que Córdoba sea la ciudad de España más maltratada en ese sentido, que mayor pérdida de información histórica y patrimonio arqueológico ha acumulado en los últimos treinta y cinco años, en coincidencia precisamente con las tres primeras décadas del gobierno autonómico, cuando más medios había para evitarlo; algo que en un análisis simplista podría atribuirse sin más a la voracidad del boom inmobiliario, pero que en realidad obedece a razones estructurales e ideológicas mucho más profundas, que entran en flagrante contradicción con el que empezó siendo uno de los marcos legales más avanzados de España. El problema, por tanto, no es de carencias normativas en lo que se refiere a prevención o protección -ni siquiera a nivel municipal-, sino de falta de voluntad política y descoordinación. Sorprende que la Ley de Patrimonio Histórico Andaluz no contemple la asunción de responsabilidades en el caso hipotético de que las administraciones encargadas del mismo incumplan sus prescripciones. Se entiende así por ejemplo que de la II Reunión de Trabajo de la Oficina del Defensor del Pueblo Andaluz y la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía en 2005 emanara un comunicado público que, además de destacar la escasa sensibilización de la sociedad en relación a su compromiso con el patrimonio, y la consiguiente necesidad para paliarlo de educación, reconocía como uno de los factores más determinantes en el deterioro y la pérdida de acervo arqueológico «las carencias existentes en cuanto a su conservación y protección por parte de quienes ostentan la titularidad de dichos bienes o son depositarios de un deber de tutela sobre los mismos». Sumemos a ello las confrontaciones políticas entre administraciones de diferente sesgo político, o que se primen por banderías las inversiones en determinados espacios o conjuntos en detrimento de otros, y la ecuación es obvia. Y lo peor de todo: no creo que la nueva ley de patrimonio que prepara el Gobierno arregle las cosas; más bien lo contrario.

Apoyo sin reservas cuanto se pueda hacer por la arqueología en Córdoba y provincia, pero resulta llamativo que mientras esta última está conociendo en los últimos años un renacer al respecto, con apuestas institucionales decididas por el conocimiento y la creación de tejido patrimonial, capaces ambos de dinamizar sus respectivos territorios, Córdoba continúe abandonada a su suerte, sin que nadie mueva un dedo ni levante la voz. ¿Cómo entender la carencia de una política arqueológica de presente y de futuro, que evite más barbaridades y defina la urbe que queremos y necesitamos? Otras ciudades lo han conseguido. Hace muy poco me escribía una señora en los siguientes términos: «Le hablo de Cartagena, una ciudad colapsada económicamente, que a través del estudio, la investigación y la puesta en valor de su pasado histórico y material ha sido capaz de resurgir, de reinventarse y de proyectarse pública y socialmente. Me parece un ejemplo a imitar, por haberse dado en ella esa conjunción de instituciones, organismos públicos y privados en pro del beneficio colectivo de la que tan necesitada está Córdoba». Cartagena es, en efecto, la ciudad española en la que más evidente ha sido este proceso en los últimos años, pero otras como Tarragona o Mérida han hecho también de la arqueología su principal seña de identidad y su mejor recurso. En Mérida, el Consorcio de la Ciudad Monumental, Histórico-Artística y Arqueológica, de carácter mancomunado e independiente, inauguró una nueva era hace ya tiempo. Córdoba, en cambio, sigue de manos cruzadas.

Cuidado con los fariseísmos y las soflamas. Nos han pasado factura otras veces, y podríamos reaccionar demasiado tarde. Después de cuarenta años de inversiones enormes, Córdoba sigue sin contar con un tejido arqueológico integrado en su discurso patrimonial, y se limita a contemplar, con su abulia de siglos, cómo sus solares son vaciados, y lo poco que le ha quedado languidece en sótanos y párkings, o desaparece entre jaramagos y palmitos, al margen de cualquier rentabilidad cultural, educativa o económica. La situación es tan grave, y tan incomprensible, que excede cualquier lógica. No quiero sonar irreverente ni desacorde, pero comprendan mi desconcierto. Por duro o impopular que pueda resultar decirlo, Córdoba no es sólo la Mezquita o Medina Azahara. Es más, ninguna de ellas podría entenderse si no es en su marco.

* Catedrático de Arqueología