Se cumplen diez lustros del descubrimiento de una de las piezas más relevantes del arte ibérico, menos conocida que la Dama de Elche aunque mejor conservada que esta, y que se expone hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Me refiero a la Dama de Baza. Confío en que este aniversario sirva para rememorar a aquel grupo de entusiastas que propició tal descubrimiento. El doctor Francisco Presedo Velo (San Esteban de Cos, A Coruña, 1923-Sevilla, 2000), miembro del Instituto Arqueológico Alemán y egiptólogo de prestigio, fue quien dirigió aquella empresa. Con excavaciones en Egipto y en Sudán, profesó como catedrático de Historia Antigua en la Hispalense, tras haber pasado por la Universidad de Santiago y la Complutense de Madrid como ayudante de clases prácticas entre 1948 y 1964, y como agregado desde 1966. En 1969 llegó a Sevilla. Allí tuve la oportunidad de conocerlo y de admirar su humanidad y talante intelectual, mientras me formaba entre los muros de la antigua Fábrica de Tabacos que tantos recuerdos me trae.

Después de tres jornadas de labor estéril (por hallarse las sepulturas devastadas y forzadas) en el Cerro de los tres Pagos, en la hoya de la fortificada y antigua ciudad ibérica de Basti, a las diez de la mañana del 20 de julio de 1971 llegó la recompensa. Entre los investigadores presentes, junto al profesor Presedo, se hallaba Pedro Durán i Farell, co-descubridor de tan singular pieza. Esta fue mostrada al mundo junto a sus enseres de cerámica y de metal (estos pésimamente conservados, y restos probablemente de la panoplia de un guerrero), ofrendas quizás que la acompañaron en su óbito. La tumba se encontraba a 1,80 metros de profundidad; fue en la sellada sepultura 155 del cementerio ibérico del Cerro del Santuario donde se halló el descubrimiento más impresionante de toda aquella campaña arqueológica y uno de los más significados logros para la historia del arte primitivo de Iberia, según afirmara su propio descubridor.

Este señero ejemplo de efigie antigua, muy bien conservado, probablemente fuera el de una guerrera divinizada o bien el de una reina sacerdotisa, de bellas facciones mediterráneas. Estaba enyesada y pintada con una sola mano de gamas sobre una emulsión de cal en agua, habiendo sido coloreada tras haber sido esculpida por sus autores bastetanos en un sillar de roca gris calcárea microcristalina La estatua pesa unos 800 kilos de peso y tiene una altura de 1,30 metros por 1,03 metros de ancho; sus investigadores principales la datan en la primera mitad de la centuria cuarta antes de Cristo, y simboliza a una dama sedente, en un sitial con respaldar de aletas y patas delanteras con garras de león. Los tintes empleados en la escultura fueron el añil egipcio (silicato artificial de cobre), el bermellón (realizado a base de cinabrio), el amarillento o tierra natural y el bruno (carbón animal de huesos), todos aglomerados con el yeso. Tan orientalizante personaje lleva toga de doble falda y aparece tapada con un manteo desde la cabeza hasta los pies que, bien trabados con unas babuchas escarlatas, descansan sobre una almohadilla. En la testa aún se percibe un rubor en las mejillas y un tocado que deja aflorar fastuosos aretes, así como su oscura y ensortijada melena. En la garganta porta cuatro gargantillas y un collar, mientras que en su palma zurda lleva una testuz de palomino, como símbolo entre la aristócrata mujer y la diosa que actuara como protectora para el ave y los huesos de la difunta, que en sus manos portaba varios anillos y algunos aros más en sus muñecas. En cuanto al sitial, como símbolo de la divinidad, representa un solio de leño con un agujero que se utilizó como arqueta funeraria, algo muy común entre los bastetanos, quienes realizaban figuras antropomorfas con la finalidad de depositar en ellas las cenizas de sus difuntos.

La figura del descubridor, quien había llegado a la antigua Hispalis para cubrir la vacante que como catedrático había dejado don Juan de Mata Carriazo y Arroquia, pronto se engrandecería con tan magno acontecimiento, en un claustro que contaba con figuras tan relevantes en el mundo de la Antiguedad Clásica como las de don Antonio Blanco Freijeiro, don Juan Gil o don Alberto Díaz Tejera, entre otros maestros más de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Literaria de Sevilla. Después, yo mismo tuve la oportunidad de profesar durante varios años en la Universidad de Córdoba, contando como compañeros de claustro y casi de departamento a dos discípulos suyos tan prestigiosos como lo son los profesores Juan Francisco Rodríguez Neila y Genaro Chic García, catedráticos ambos de Historia Antigua en las universidades de Córdoba y de Sevilla, a quienes el maestro supo inculcarles esa impronta orientalista que ellos mismos transmitieron a las hornadas más jóvenes de historiadores de la antigüedad que pasaron por sus aulas.

* Catedrático