Menos mal que Nadia Calviño, con ese perfil suyo en lúcido equilibrio entre la firmeza económica y el continuo vértigo constitucional del Gobierno, venía a representar el área moderada o menos radical. Y digo menos mal porque, preguntada acerca de la calificación de Cuba como régimen político, se ha negado a decir que es una dictadura. En esto sigue al presidente Sánchez, que con esa nadería solemne que acostumbra nos ha vuelto a deslumbrar afirmando categóricamente que «Cuba no es una democracia, pero». En ese pero está todo, en ese pero se contiene el hambre y la rodilla permanentemente hincada de un pueblo para hacer posible los sueños -en realidad, la opulencia- de una minoría. Antes de Cuba, o del comunismo como forma de gobierno, no sabíamos que entre morir de pie y vivir de rodillas había una tercera vía: resistir arrastrándose, que es lo que lleva haciendo buena parte del pueblo cubano desde hace sesenta años. Y no porque en la naturaleza de esta gente, como en la de cualquiera, esté vivir arrastrándose, sino porque cuando te van bajando tanto el techo de tus esperanzas, tus derechos y tu prosperidad, la única manera de no hundirte, o no quedar aplastado, es vivir arrastrándote.

Que Nadia Calviño o Pedro Sánchez admitan abiertamente o no que Cuba es una dictadura no sólo tiene un valor simbólico, sino orientativo en la disposición moral ante su estrategia en política exterior, sí, pero con cierto riesgo de espejos interiores. Nadia Calviño afirma que «no es productivo dedicarse a intentar calificar o poner una etiqueta a las cosas, no sólo en este tema. En general, me parece que no aporta valor añadido el estar discutiendo las etiquetas» y se desfonda democráticamente. Después de esta declaración, Nadia Calviño está invalidada en adelante para cuestionar la credibilidad o la calidad democrática o jurídica de nadie. De Sánchez no sorprende, pero se esperaba algo más de esta mujer que ha sido la voz de la cordura entre las ocurrencias tuiteras y las campañas publicitarias. Lo malo de su afirmación es que no resiste ni el más mínimo análisis comparado: un Gobierno que se ha pasado media legislatura etiquetando el franquismo como lo que fue, una dictadura, pero que terminó hace más de cuarenta años, que sigue empeñado en inculcarnos una memoria democrática que va a ser la suya únicamente, rehuyendo cualquier tipo de consenso en su visión unívoca de la realidad; un Gobierno que no ha hecho otra cosa que etiquetar la memoria histórica, el franquismo, el fascismo, el feminismo, lo trans, lo no binario, las todas y los todes, ahora resulta que prefiere no calificar, no poner etiquetas a una dictadura que lo es desde hace sesenta años.

Sucede, como en todo, que aquí se aplican unos códigos de lenguaje y un baremo moral únicamente en una dirección. Como cuando desde Podemos se defiende que Cuba es una democracia. Me sigue resultando alucinante que haya tanta gente que no ha estado nunca en Cuba, o que lo ha estado a cuerpo de rey, invitada por su Gobierno, para luego cantar sus glorias interiores -que, en el fondo, es igual que no haber estado nunca en Cuba- empeñada en defender lo indefendible. Todos hemos podido caer seducidos, en los más ingenuos años de nuestra vida, por la figura mítica del Che y las canciones de Silvio Rodríguez, que sigue siendo un mago de la palabra poética. Pero seguir defendiendo al Che ya cumplidos los 40 años, sabiendo que fue un psicópata responsable directo de unos cuantos miles de ejecuciones, mientras se condena a tope al malísimo Franco, sólo está al alcance de los eternos adolescentes o los cínicos, que no entran dentro del debate realista.

Que alguien me explique, por ejemplo, cómo el bloqueo puede justificar las prisiones de homosexuales. Por eso cuando en algún Orgullo Gay sacan las camisetas con la efigie del Che he flipado en colores, y nunca mejor dicho: pero si este tío que llevas dibujado en el pecho iba contra ti, si este hombre pensaba que tú no eres un hombre, y encima vas tú y lo celebras. Y algo de eso sigue pasando con todo el castrismo.

Asumo que la situación cubana es compleja en sus vértices. Pero la coartada de la superioridad moral de algunos creadores de izquierda al hablar del régimen la aplasta el testimonio de Reinaldo Arenas. Quienes argumentan que España no es una democracia defienden con ardor que Cuba no es una dictadura. Ya. Son los negacionistas de lo obvio. La realidad en Cuba es la falta de derechos, los secuestros, las torturas y el hambre sin romanticismo.

* Escritor