Valentín Valeriano Gil Rey fue un señor de Puente Genil que estaba casado con la hermana de mi abuela Pepa. Así que Valeriano, de algún modo, fue mi tío. Lo nombraban, viuda, cuñada y sobrina, mi madre, como «el padrino» y así quedó en mi vida y la de mis hermanas para siempre. El padrino fue comandante de carabineros, antes del treinta y seis, aquella guerra, y alcalde del pueblo, Puente Genil, durante un tiempo. Aún tienen allí una calle con su nombre.

Un hombre bueno, cariñoso, elegante, que no había hecho mal a nadie, y que al principio del disparate, lo mataron a la puerta de su casa. Dicen que a hachazos y que le metieron fuego a la vivienda con la familia dentro, las gallinas en el corral y hasta su querida perra, que moriría unos días después que su amo y de tristeza. Interesante personaje don Valentín Valeriano. Interesante, también, su desconsolada y horrorizada familia, que merece varios libros no escritos. Aunque matizo en aquella perra, como la del tocadiscos de aspecto, que murió a escasas fechas, después de Valentín Valeriano. Un amor difícil de entender, pero amor donde los haya. ¡La vida es la vida! ¡Menos mal que no se pudo enterar nuestro héroe, que había salido a tiros de Filipinas, mientras muchos de sus compañeros eran devorados por los tiburones.

¿Quién sabe del amor, de los amores? Mi mejor amigo de la Marina fue Rafa, alargado como espingarda y seco como Quijote, había llegado de la vida civil como hombre rana profesional y con la experiencia de haber trabajado en París para una empresa que metía a sus operarios en los tubos de la calefacción subterránea, que no bajaba la temperatura de los cincuenta grados y con un diámetro de cuarenta centímetros. Cobraban bien pero salían para el hospital tras cada trabajo.

Rafa era bisexual. Él mismo me lo dijo, una de aquellas tardes, junto al dique flotante en la base naval de Mahón. La verdad es que me sorprendió que un tipo tan duro... Y no me importó que lo notara. Aquello, por entonces, era terrible y te podían encerrar en el penal, si antes no te apedreaban los vecinos. Amar tenía sus reglas. Rafael tenía mi curiosidad y admiración y nada más. Teníamos veinte años y nos unía el afán de aventuras, de conocer los fondos marinos y de saltear pequeños peligros. Hacíamos planes para, después de licenciarnos, alquilar una de las cuevas del puerto natural de Mahón y, buceando, recorrer la costa para sacar tesoros. Rafa era un gran buceador y un gran amante: se compró un esmoquin de color rosa para sus visitas, en un yate fondeado en la bocana. Eran nobles franceses, ella y él, con los que compartía trabajos, bailes y cama.

Amores diferentes, pero amores: Valentín Valeriano con su familia, que sería mía; su perrita, que no soportó la muerte de su amo. La relación que se traía mi amigo con la pareja de franceses. Sí, también aquel afecto importante que sentimos Rafael y yo y que desapareció con el tiempo y por la faena que me propinó por nuestra apuesta y una de sus bromas. Había ganado él y yo, pobre imbécil, me tragué un pez vivo, que ya en el hospital, se seguía revolviendo y por poco me mata.

* Escritor