Si le preguntabas qué necesidad tenía a su edad de seguir atado a un trabajo que lo traía y llevaba sin descanso de Madrid a Andalucía, con el Ave como Redacción ambulante y fuente de inspiración y de contactos, solía decir que no le quedaba otra, que si paraba moría. Y así ha sido. Escolástico Medina García, el gran Tico Medina, fallecía el pasado lunes a los 86 años sin haber conseguido del todo su último deseo: morir con las botas puestas, como sueñan hacer los actores de raza en ese escenario de la noticia, la palabra y la vida que es el periodismo para los que se lo toman como un desafío personal mucho más allá del sueldo. Hace meses que la contraportada dominical de este diario aparece sin su Perol, el guiso generoso en tropezones de negritas que el granadino enamorado de Córdoba llevaba repartiendo entre sus incondicionales desde 1996, cuando su paisano Antonio Ramos, entonces director de esta casa, lo fichó para sustituir en esa página de honor a otro grande de la comunicación, Matías Prats. También había cortado en Semana Santa sus colaboraciones en los programas de Juan y Medio en Canal Sur TV y de Herrera en la Cope, sus últimos anclajes a una profesión a la que se entregó en cuerpo y alma durante casi setenta años este pionero de la televisión en España y de tantas otras cosas.

Su deteriorada salud, con la maldita culebrilla que desde hacía años lo tenía en un ay continuo, y la de su esposa, una mujer fuerte ahora hundida en el agujero negro del alzhéimer, habían envenenado su ánimo, empujándolo al final. Porque creo que, como había contado en su libro El día que mataron a Manolete refiriéndose a los últimos pasos del torero, Tico Medina se había hartado de vivir y estaba deseando morirse. Renunció a la lucha diaria que le gustaba explicar, la de colgar de noche sus penas en el perchero y reinventar cada mañana un personaje que le pesaba demasiado: el del aventurero intrépido, el trotamundos visceral y romántico, un perfil novelero demasiado joven para su edad; aunque eso sí, seguía perdiéndose por una buena frase, fuera escrita o susurrada al otro lado del teléfono con el acento andaluz que nunca perdió.

Pero ya no le bastaba refugiarse en los recuerdos y anécdotas del viejo reportero, aquellos divertidos autohomenajes que solía regalarse quien había cruzado el mundo enfundado en una guerrera para narrar sus convulsiones, o para entrevistar a lo más granado del orbe conocido en los años sesenta y setenta del pasado siglo por encargo de muy distintos medios, pues nunca fue hombre de una sola empresa. Tampoco le resultaba ya suficiente el chute de afecto que, simpático, zalamero y buena persona como era, Tico no paraba de recibir de un público fiel que lo jaleaba con reconocimientos y abrazos y le pedía hacerse selfis a su lado, estrella mediática de principio a fin. Ni le era grato, como premio a glorias pasadas, ver reconocido su magisterio sobre varias generaciones de periodistas, entre ellos muchos de renombre nacional a quienes ayudó en sus comienzos. Y es que, buen conocedor de la condición humana y sus veleidades aunque lo disimulara buscando «el oro en el barro y no el barro en el oro», su lema preferido, no se dejaba engañar por quienes le adulaban por delante mientras por detrás hacían lo posible por retirarlo del mapa. «Maestro es lo que le decía Judas a Cristo y fíjate cómo acabó la cosa», soltó con socarronería granaína en una de las entrevistas que le hice. Y en el lenguaje taurino que tanto le gustaba –aprendido de su compadre Manuel Benítez, de Curro Romero y Ortega Cano y las biografías que escribió de estos dos últimos, entre otras muchas--, añadió que estaba lleno «de ‘cornás’ sin cuernos, que duelen más».

Atrás habían quedado los tiempos dorados de este periodista de la vieja escuela, del que solía decirse que valía más por lo que callaba que por lo que contaba. Y contó mucho en programas de televisión, radio y prensa escrita. Fue alto cargo de periódicos y revistas, enviado especial a diferentes países, corresponsal de guerra y autor de una veintena de libros, además de multitud de conferencias y pregones. Pero pasará a la historia sobre todo por sus entrevistas, cordialmente incisivas, a los más grandes personajes de su tiempo, desde Golda Meir al Ché o Fidel Castro, a quien se ganó presentándose en su despacho con un queso de tetilla. Anunciaba que todo lo dejaría contado en sus memorias, que tituló con uno de sus queridos juegos de palabras Oro, incienso y mierda, pero dudo que pensara publicarlas. Hacerlo supondría dejar a mucha gente con el culo al aire y Tico Medina era ante todo un buen hombre, caballero hasta el final.

*Periodista