El deber del escritor no es entretener al personal. Para eso está el circo, si alguno queda, o la televisión, un circo infinito. El deber del escritor es mostrar las profundidades, los abismos del ser humano. Pero como Nietzsche decía si uno mira mucho tiempo al abismo este acabará devolviéndole la mirada, su cualidad trágica. Esa es la hechura en el escribir de tres autores –además del intempestivo Nietzsche-- que cumplen este año el centenario de su nacimiento en el siglo XIX: Baudelaire, Dostoievski y Flaubert. Con Baudelaire se funda (Las flores del mal) la modernidad en la poesía desde el lado oscuro del ser humano. Dostoievski husmea en el instinto y en la acción inexplicable y en el improbable consuelo religioso (Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov). Flaubert (Madame Bovary) hunde sus palabras en el deseo, en la hipocresía, en la radicalidad de las pasiones y en la libertad cercenada.

Por eso la mirada del escritor concita cautelas, aversiones, adhesiones inquebrantables, rechazos, porque no es del todo agradable mostrar esos abismos, esa condición contingente, humana que tiene forzosamente que expresar el dolor, la muerte, lo sórdido, el horror, lo inasumible, lo miserable, el misterio, la soledad. Quizá su máximo exponente fue Dante –de quien también se celebra su nacimiento hace siete siglos--, desde el infierno del pecado, al purgatorio de los tibios y de la culpa, al cielo de la salvación, el paraíso de la nada. O el propio Freud (El malestar de la cultura) aún con sus errores y su banalidad póstuma.

Porque el único escritor que merece al pena es aquel en el que uno no sale indemne cuando lo lee. Ello también ocurre con el reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el francés Emmanuelle Carrére (Limónov, El adversario, El reino), un escrutador implacable de sus propios abismos con una literatura del yo que no deja de ser una expresión inteligente del otro. Por eso la literatura no salva, condena.

Pero el escritor también lucha contra el abismo a través de lo bello y escatológico, lo sublime y lo subliminal. Y aspira a la belleza, como contraste y destino, como epítema de la realidad que expone, ante lo ineludible, su imperativo. Ello le lleva a la rebeldía y convierte la creación en grito, en exclamación de impotencia, en oración expiatoria o petitoria. También en lucha contra la injusticia, voz que clama en desierto.

Un escritor funda con la palabra la relación entre el ser humano, su interior y el mundo del afuera. Se desajena y en ese empeño llega a perder su identidad en la que sólo importa lo que escribe. También a veces es inmoral, misántropo o repulsivo en su escritura –en su persona importa menos o nada; «el escritor debería estar en su obra como Dios en la creación: presente pero invisible», escribió Flaubert--. Por ello es también contradictorio, la paradoja es su hábitat. Una paradoja entre el afán de trascender y la fatuidad del logro y el intento.

Decía Pascal –otro abisal-- que demasiada verdad nos abruma. Así Nietzsche, en parte deudor de este autor, piensa que el conocimiento mata el obrar, para obrar hay que estar en vuelto por el velo de la ilusión. Una ilusión que crea el arte, la literatura, que nos traspasa la naturaleza y convierte los secretos de la mente en burbujas de tinta, misterio y vacío entre dos abismos, el sentido de la vida humana. De ahí la melancolía.

*Médico y poeta