Más de setenta años después de la creación de Cántico, la revista que a través de la palabra bella revolucionó las letras hispanas, ganan vigencia tanto la publicación como el grupo de amigos que le dio aliento, poetas y pintores jóvenes que solo aspiraban a que los dejaran ser ellos mismos en la Córdoba mortecina y farisea de postguerra. Y eso, la presencia constante y ahora multiplicada en celebraciones por el centenario del nacimiento de tres de sus miembros, Ginés Liébana, Julio Aumente y Pablo García Baena, es decir mucho en una ciudad que tiende a olvidarse de lo suyo mientras ensalza lo ajeno.

Lástima que salvo el incombustible Liébana, ninguno de aquellos antiguos muchachos –los citados más Ricardo Molina, Juan Bernier, Mario López y Miguel del Moral- haya vivido para saber cómo se les quiere todavía, tanto tiempo después de todo aquello.

Bueno, García Baena sí que pudo saborear un éxito tan absorbente que él, tímido y modesto de verdad, no de pose, aceptaba sin perder la sonrisa aunque procurando que el trámite fuera lo más ligero posible. Fue un triunfo tan abrumador –porque, no se olvide, estamos hablando de poesía, género sublime pero sin lectores- que dejó de ser literario para convertirse en sociológico.

Como García Baena hubiera deseado –e impuesto, que menudo era a la hora de guardar lealtad a sus amigos-, algunas de esas actividades conmemorativas deparan sorpresas que aportan nuevos enfoques al universo de Cántico, siempre fértil. Quizá la más llamativa en estos días de conferencias, exposiciones y publicación de libros sobre el grupo poético en general y Pablo en particular sea el documental que ha realizado para Canal Sur la productora cordobesa Ilustragora SL sobre las Mujeres de Cántico. Así se titula esta crónica audiovisual con la que la Filmoteca se ha sumado a la fiesta del aniversario.

El estreno de la cinta –cuyo rodaje en 2020 aportó un espejismo de normalidad al año de nuestras pesadillas- tuvo lugar ayer tarde en el Palacio de Congresos. Contó con la asistencia de su directora, Lola Jiménez, y de algunos de los participantes en un rico conjunto de voces e imágenes que viene a ensanchar ese río caudaloso que es Cántico por su orilla menos conocida, la de los nombres y rostros femeninos que de algún modo se reflejaron en sus aguas. Fueron muy pocos, porque salvo alguna poeta que vio publicados sus versos en la revista o inaccesibles diosas del cine como Garbo y Dietrich, a quienes tenían en los altares, aquellos componentes de tertulias nómadas de vino y fraternidad rara vez dejaban entrar en su círculo íntimo a mujeres. Pero en ello más que misoginia, que también, habría que ver un imperativo de la época. Solo una logró colarse en aquel mundo mágico porque ella misma lo era –lo que no le valió para que le publicaran algo a pesar de tener escritos dos libros-. Se llamaba Rocío Moragas y era un bellezón rubio y cosmopolita que había visto la luz en la Piedra Escrita de Córdoba, aunque residía en Madrid. Aquí volvía por primavera con sus travesuras de dama juguetona y, vestida de Balenciaga y chequera en mano, deslumbraba a aquellos vates tan exquisitos como tiesos con convidadas memorables. De ella se habla en el documental, pero también de Pilar Sarasola, mujer emprendedora y valiente, por poner el escaparate de la librería Luque a disposición del grupo, que hacía en él maravillas para promocionar su revista.

Y, cómo no, de Josefina Liébana, la hermana mayor de Ginés y figura novelesca en sí misma, a quien le cupo el honor de asistir al inicio de todo aquello que ahora, tanto tiempo después, se recuerda con admiración y nostalgia. Un brindis por ellas.