Ahora que, en el centenario de su nacimiento, Berlanga vuelve a estar de moda tras ser abierta la caja de seguridad en la que dejó bajo custodia el guión de su película inédita ¡Viva Rusia!, es momento para retomar con calma y deleite su cine, y comprobar hasta qué punto fue genial y visionario. La escena de La Vaquilla en la que un soldado del bando nacional y un miliciano intentan intercambiarse con cierta lógica, dejando en evidencia la coyunturalidad de su militancia y su falta absoluta de ideología, y uno de los sargentos le dice al otro en tono de guasa mientras trajinan con el tabaco: «Estos no se han enterado de que somos dos Españas, y aquí no caben esas cosas», es antológica. Como lo es también el plano final, con la vaquilla comida por los buitres entre las dos líneas de trincheras, cuyos defensores han preferido que se pudra a que la disfrute el otro bando. Un esperpento en toda regla, pero tan actual, cercano y mimético con lo que hoy vivimos, que podría ser extrapolado. Y es que, decididamente, este país nuestro no tiene solución; y los que vivimos en él, ya ni les cuento…

En medio de tensiones y un amplio repertorio de disparates políticos, aderezados por una bisutería retórica propia de república bananera, el sainete vivido en torno a la vacunación de la selección nacional de fútbol ha sido tan surrealista que provocaría risa si no evidenciara de forma clamorosa la inutilidad de quienes nos gobiernan, su tendencia incorregible a la chapuza, su imprevisión, su incompetencia, su mezquindad. Entiendo que en las semanas iniciales de la vacunación las prioridades estuvieran claras: había que salvar a cuantos ancianos se pudiera; pero a día de hoy, cuando llegan millones de antídotos cada semana, haber derivado hace un par de meses una cincuentena de ellos para inmunizar a un equipo que iba a salir al estadio en representación del país, habría sido tan lógico como necesario. Difícil entender por tanto que se esperara hasta detectar los primeros positivos, y eso después de un rifirrafe sobre la marca que habría hecho enrojecer a un muñeco de nieve. Nos hemos instalado en el bochorno nacional; la gente se ha acostumbrado a los escándalos sin que se altere en lo más mínimo su encefalograma plano; llegará un momento en que será necesaria una catástrofe nacional para que el personal dé algún signo de vida. Son efectos colaterales de una sociedad que elige representantes a su imagen y semejanza (¿o es al revés?), que ha perdido sus valores y vive instalada en la mediocridad y el más alienante de los gregarismos, que ha renunciado al espíritu crítico en beneficio de una clase política de tercera, decidida a esquilmarnos con impuestos hasta por respirar, y que no se detiene ante nada porque ni tiene vergüenza, ni conoce los escrúpulos, ni sabe de límites. Es profundamente desolador; sobre todo porque se puede prolongar aún mucho tiempo. Será duro para España. Esperemos que no quede al final como la vaquilla de Berlanga.

El episodio de la selección nacional me ha devuelto a la memoria el caso en mi opinión aún más flagrante de la comunidad universitaria, que a punto de cerrar un curso académico y en puertas de otro sigue sin ser llamada en conjunto a vacunarse, como si en vez de tratar presencialmente con personas, lo hiciéramos con objetos inanimados. Ojo, lo mismo ocurre por ejemplo con los cajeros y cajeras de los supermercados, tildados de héroes durante el confinamiento y todavía hoy abandonados a su suerte. En estos últimos meses se ha inmunizado a todo tipo de colectivos que, con el máximo respeto hacia ellos, no parecen ni con mucho más vulnerables que el universitario; y sin embargo henos aquí, aguantando el tirón calladitos, como si la cosa no fuera con nosotros. Veremos qué ocurre cuando llegue la hora de volver a las aulas. De momento, nuestras autoridades políticas y académicas merecen al respecto un suspenso clamoroso.

Vivimos tiempos delirantes, que se manifiestan en todos los ámbitos de la vida; incluida por supuesto la arqueología. Nuestra ciudad sigue sin encontrar el rumbo de su política patrimonial, sin entender que su responsabilidad para el gran yacimiento vivo que es la ciudad no admite atenuantes, sin asumir que urge un golpe de timón para evitar más desastres y reconducir las cosas. Modelos no faltan. Una campaña de la Junta de Andalucía que ocupa en estos días muchas de nuestras marquesinas recomienda que volvamos la vista a lo milenario como parte determinante de nuestra esencia. Pues bien, en Córdoba ese compromiso se limita a vender públicamente la limpieza de sus escasas áreas arqueológicas (todas cerradas) como el no va más de la gestión patrimonial, cuando esa debía ser labor cotidiana, permanente y callada. Por cierto, que alguien se dé una vuelta por los restos integrados frente a la Ribera: aparte de seguir sin un mísero cartel explicativo o algo que se le parezca (como media Córdoba), la frondosidad de palmitos, arbustos y jaramagos hace que empiece a parecer una sucursal de la selva.

*Catedrático de Arqueología de la UCO