Durante la II República hubo indultos que provocaron tensiones políticas. Entonces, de acuerdo con el art. 102 de la Constitución, ante «delitos de extrema gravedad» el Presidente de la República podía conceder indultos solo si mediaba un informe del Tribunal Supremo y la propuesta del Gobierno.

El primer caso se presentó con el juicio al protagonista de un intento de golpe de estado, el general Sanjurjo, en agosto de 1932. El tribunal lo condenó a muerte, y a la presidencia llegaron peticiones de indulto significativas, como las de la madre de Fermín Galán y la viuda de García Hernández, ambos fusilados en Jaca en diciembre de 1930. También hubo movilizaciones a favor de que se cumpliera la pena. La derecha no se manifestó para pedir el indulto, pero se cumplieron los trámites y Sanjurjo fue indultado, se le conmutó la pena de muerte por la de presidio, como escribió Azaña en su diario: «Fusilando a Sanjurjo, iríamos hoy a favor de la corriente, pero se nos volvería contraria a los pocos días, a las pocas horas […] Más escarmiento es Sanjurjo fracasado, vivo en presidio, que Sanjurjo glorificado muerto». Firmado el indulto, se limitó a comunicar a la prensa: «El señor Presidente ha conmutado la pena al general Sanjurjo». Tras la victoria de la derecha en 1933, el general golpista se beneficiaría de una Ley de amnistía, que salió adelante a pesar de los intentos de Alcalá-Zamora por evitar su promulgación, y como es conocido participaría en la conspiración militar de 1936.

Otros indultos polémicos tuvieron lugar tras la revolución de 1934, en particular por los acontecimientos de Asturias y Cataluña. En el primer caso, el Presidente de la República librará de la pena de muerte a dos diputados socialistas, Teodomiro Menéndez y Ramón González Peña. Las peticiones de indulto no solo llegaron desde las filas socialistas, también lo hicieron el canónigo de Vitoria Antonio Pildain (diputado en las Cortes Constituyentes y obispo de Canarias en 1936) o la hija de Nicolás Salmerón (el presidente que en la I República había dimitido por su desacuerdo con el establecimiento de la pena de muerte).

Más dificultades entre el Presidente y el gobierno hubo con los juzgados en Cataluña, y condenados a muerte, el capitán Federico Escofet, el comandante Enrique Pérez Farrás y el teniente coronel Juan Rigart. En este caso las peticiones de indulto llegaron sobre todo desde las filas de la izquierda. El presidente del Gobierno, Lerroux, le manifestó a Alcalá-Zamora que el Gobierno estaba dispuesto a indultar al primero pero que los otros dos serían fusilados. Pero este jugó duro, incluso con intervenciones que sobrepasaban los límites de la actuación de un Jefe de Estado, al cual le cabía un poder moderador, pues como expresó en sus Memorias: «Yo estaba resuelto en defensa de la patria y de su porvenir a que no se derramara sangre catalana por delito político y dureza del poder central». Al final, firmó los indultos. La pluma utilizada por don Niceto para ello se depositó en una vitrina de su casa madrileña, y al igual que otros bienes desapareció en el asalto sufrido en 1936.

Ahora nos hallamos ante una situación difícil por los posibles indultos a los políticos catalanes. A sabiendas de que los independentistas intentarán no jugar limpio a la hora de interpretar la concesión de los mismos, pensemos en cuál es la alternativa si no se produjeran: mantener la crispación en Cataluña hasta unos niveles tales que, entonces sí, lo volverán a hacer. A favor y en contra de los indultos se pueden presentar argumentos, aunque parece excesivo calificar de tales a lo manifestado por la oposición, pero a diferencia de la indolencia demostrada por Rajoy, este gobierno parece dispuesto a asumir riesgos. Muchos ciudadanos de bien, que no vamos a Colón, lo apoyamos.

* Historiador