Editar poesía en España, y en cualquier otra parte, es una empresa heroica. A nadie se le escapa que esa inmensa minoría juanramoniana hoy nos mira a los ojos desde un desconcierto esperanzado. Nunca como ahora me han parecido más volubles e inciertos, más disparatados, menos sujetos a un canon legítimo, nuestros gustos lectores o cualquier gusto a secas. Es como si buscáramos, o eso parece, que la vida empezara con nosotros. Y eso tiene gracia quizá en la adolescencia, pero poco después comienza a ser patético. Vivimos una crisis de identidad continua, un desenmascaramiento como colectivo que no cree en el esfuerzo ni en los castigos por no respetarlo. Lo merecemos todo, lo exigimos todo. Y eso no funciona con nada de lo hermoso que merece la pena: del amor al trabajo, de la fe a la poesía. Porque aquello que de verdad nos da la vida, o nos la justifica en el silbido de una lucidez recuperada, siempre nos exige devoción y una entrega sin límites.

Editar poesía en España, y en cualquier otra parte, es entregarte a esa devoción y a esa entrega sin límites. Es una empresa heroica, entre otras cosas, porque poder contar con unas gentes que dedican su vida a publicar poesía, a ponerla al alcance de la vista y las manos, nos legitima como sociedad. Y una colección de poesía, como bien saben los valientes que se han tirado a ese océano sólo con ilusión de poder tocar la playa dorada de las Islas Neblinosas --es decir: el paraíso soñado de una mínima venta que permita la continuidad de la colección-- es una empresa dura y sometida, de entrada, a la dificultad de los trabajos de Hércules. Pero no estamos solos, ni tampoco indefensos: porque allá donde llega esa ilusión, convertida en una forma de relacionarnos, la fuerza es invencible.

En España se edita muy bien poesía. Sólo hay que darse una vuelta por países de otras realidades para comprobar, comparativamente, con qué dignidad se editan nuestras colecciones. Decía más arriba que publicar poesía también es ponerla al alcance no sólo de los ojos, sino también de las manos: si hay una colección que se ha destacado en los últimos años por esa elegancia blanca de sus libros, con ese tacto esbelto entre los dedos cada vez que tenemos el gustazo de abrir uno de sus libros, es Vandalia. A una colección como Vandalia, que viene publicando parte de la mejor poesía española de los últimos años, habría que celebrarla cada día. Pero resulta que ha llegado al número cien, y esto es algo que merece la pena ser brindado como vamos a brindarlo en Sevilla, la semana que viene, algunos de sus autores. Pero todo autor es lector antes y después, y para mí ha sido una auténtica gozada disfrutar en Vandalia de los últimos libros de Julia Uceda, con quien se inauguró la colección, de Juan Ramón Jiménez, que siempre reaparece con algún título recuperado, de Pere Gimferrer, de Guillermo Carnero, de la antología sobre Cántico de Luis Antonio de Villena, de Juan Manuel Bonet sobre ultraísmo, la poesía reunida de nuestro siempre recordado Eduardo García o la Adolfo García Ortega, o los nuevos títulos de Juan Cobos Wilkins, Ana Rosseti, Blanca Andreu, Juana Castro, Jaime Siles, María Alcantarilla, Jesús Aguado, Javier Lostalé, Álvaro Salvador, Juan Vicente Piqueras…

El número noventa y nueve ha sido Días y trabajos, de Jacobo Cortines, un libro de madurez para un poeta que crece en vuelos largos, con su sabiduría cultural como gozo exquisito. Y este número cien, por cuyo número redondo se celebra en Sevilla en el encuentro Vandalia Cien, organizado por la Fundación José Manuel Lara, es La fuente del encanto, de Andrés Trapiello: una narración en prosa y verso sobre la poesía como ética y estética que nos acompaña. Allí estaremos celebrando que se edite poesía con esta seriedad, dedicación y presencia, desde un catálogo en marcha que es representativo no sólo por la amplitud de los cien números, sino por la variedad de registros que se incluyen. No hay una línea única en Vandalia y eso hace la colección mucho más atractiva, porque se encuentran voces muy diversas, propuestas que se abisman en varias tradiciones, que respiran el magma del poema desde el fuego verbal de Gimferrer hasta el intenso mensaje personal de Cobos Wilkins. Sin embargo, siempre hay belleza: deslumbradora, íntima.

En estos tiempos tan duros sigo creyendo que la poesía nos salva: de la desesperanza, de las ingratitudes, de toda la crueldad encadenada al vivir. Gracias a Vandalia y a sus editores por seguirnos salvando a cada libro.

*Escritor