Al final es un tema de mala educación. Pero cuando se hace política de gestos y sufrimos catorce jornadas históricas por minuto, lo primero en perderse es la urbanidad de los representantes. Dar o no dar la mano al jefe del Estado. He ahí la cuestión. El signo decisorio de los tiempos. El hecho diferencial que tambalea la tierra: hacerse la foto o salir corriendo. En estas cosas arde el independentismo. Veo a unos entusiastas quemando fotos del Rey y me da hasta ternura: míralos, qué contentos están con su fueguito. Unos tíos hechos y derechos viviendo airadamente su gloria pasajera de ceniza, en el telediario, porque estaban quemando unas fotografías de Felipe VI. Viva la revolución. Éric Vuillard va a venir corriendo, a Barcelona, para escribir una novela política de no-ficción tipo 14 de julio, pero titulada 1 de octubre. Ahí está su épica: en la llama terrible de un mechero. Casi dan ganas de acercarse y darles una palmadita: ea, chavales, ya sois los guerreros de la patria. Está bien que hayáis cambiado los incendios vandálicos y las agresiones a cualquiera por quemar las fotitos que os enervan la sangre, como baluartes de una identidad que necesita reivindicarse a diario, machaconamente, para estar segura de sí misma. En el fondo, en el apretón de manos no está sólo presente la educación o la mala educación, como Ada Colau habitualmente o cuando el Rey fue a la Seat, sino la política interior del independentismo. El jefe del Estado de una monarquía parlamentaria o de una república está representando al conjunto de los ciudadanos. Y esta gente lleva varios años gobernando y legislando no para el conjunto de los ciudadanos, y no sólo para su mitad votante, sino contra el resto. Ada Colau, como Pere Aragonés, recibe el sueldo de todos sus ciudadanos, no sólo de la mitad que los votó. Pero ya ha dicho Junqueras que no pueden iniciar un movimiento secesionista ignorando a la mitad de la gente. A buenas horas. Qué barata es la libertad.