No siempre sucede, pero, a veces, dar las gracias parece indicar fragilidad y apocamiento de aquel que la ofrece ante el que la recibe. Ser amable y sensible, derramar la gratitud con demasiada frecuencia está mal visto por quienes desprenden orgullo y prepotencia. Ser delicado y cortés hoy no se lleva. Hay muchísima gente que se siente Dios en la tierra y da por sentado que se lo merece todo. Algunas personas pasan por la vida exigiendo que el mundo le rinda pleitesía y no saben captar el sentido de la gratitud. Pero uno es muy frágil, quizá educado con exceso, cuando da las gracias por cualquier insignificancia sin esperar nada a cambio, solo acaso una pequeña sonrisa o un gesto cálido que, muchísimas veces, ni siquiera llega. A menudo, te sientes inútil o pusilánime cada vez que cedes tu sitio a los demás cuando la acera se estrecha y te echas a un lado derramando tus pasos sobre los adoquines. En esos momentos, llegas incluso a sonreír a quien viene de frente igual que una gacela o un antílope perseguido por un puma, pero quien viene de frente ni te observa; para él simplemente eres una hormiguita o una frágil oruga pisoteada en el sendero por el casco de un asno que huye en estampida.

Puedes sentirte roto e incomprendido ante pequeños detalles como ese. Si a ti te lo hicieran, si alguien te cediera el paso cuando vas por la acera con nervios, a toda prisa, lo primero que harías, piensas, es dar las gracias. Pero cada persona tiene su carácter y, a diario, topamos con gente desagradecida. Te cuesta aceptar que abundan los ingratos y ello te lleva a un cerril desasosiego. No obstante, el desasosiego luego pasa y vuelves de nuevo a estrellarte contra el mundo en tu discurrir sereno por la vida. El alma termina, al final, fortaleciéndose ante la indiferencia o el desprecio. La gratitud es un don maravilloso y derrocharla a diario da alegría, aunque a tu alrededor haya caras grises, gestos groseros, desprecios petulantes que, a veces, desgarran tu ánimo de seda. No es fácil vivir sonriendo entre la bruma de una sociedad egoísta y poco empática. Pero, al final, recompensa echarse a andar y dar gracias a Dios por hacerlo bajo el techo de un cielo teñido de una ingrávida pureza, o por contemplar paseando por un parque a dos viejecitos cogidos de la mano bajo la canícula de un atardecer de junio. No es preciso insistir en que hay muchísimos motivos para dar las gracias a diario, a cada instante. Alegra observar el fluir del viejo río que cruza el espíritu azul de esta ciudad cargada de historia y das gracias por sentirte integrado en la luz virginal de los jazmines, o sentirte partícula, grano mínimo de barro en el ocre púrpura y dulce de los muros que encofran el corazón de baquelita de los Reales Alcázares. Das gracias por gozar de salud y recorrer la Judería al atardecer viendo encima de tus ojos, sobre tus hombros, el rumor de los vencejos pespunteando un cielo terso y cálido alrededor de la Mezquita eterna. Sientes en el pecho una inmensa gratitud, aunque también una pena irremediable, cuando te cruzas en la calle bulliciosa con los ojos extraviados y brumosos de un mendigo que no tiene un hogar donde guarecerse, que ha perdido el presente, el pasado y el futuro, mientras tú tienes el calor de una mujer y unas hijas dulcísimas que dan sentido armónico al espacio vital en que te desenvuelves. Das las gracias, a diario, a esa eterna compañera que el destino o la vida puso un día al lado tuyo, hace ya cuatro décadas aquí en esta ciudad, en un bar que hoy no existe y se llamaba Bataneros. A ella le debes lo que hayas conseguido. Ella extrae cada sombra que habita tu interior y deja un zureo de palomas en tus entrañas. ¡Cómo no darle las gracias eternamente!

La vida no tiene sentido si a diario, a cada momento, no sabemos dar las gracias a quienes nos tienden su mano compasiva cuando estamos más bajos de ánimo. Es importante reconocer que somos nada, humo, una leve ojiva de luz en un universo infinito de sombras y galaxias que murieron hace miles de años. Uno es un privilegiado por haber tenido de niño buenos padres de los que recibió una educación muy sólida. Dar las gracias solo por eso, por la luz y la alegría que antaño disfrutamos olvidando la oscuridad que también hubo, en algunos momentos, azorando nuestra alma. Das las gracias, también, por haber nacido aquí, en un país que, antaño, olía a zotal, remiendos de pana y niebla en los pucheros, pero que derivó en otro más justo, más abierto y plural, mucho más equitativo con el umbrío porvenir de los más frágiles. Solo por eso, practico diariamente el sano ejercicio de la gratitud. Ser agradecido es confiar nuestra ternura y nuestro afecto a quienes nos rodean, compartir lo mejor que guardamos en nuestro espíritu. La gratitud es un signo de alegría y sencillez compartidas con el otro. Cuando damos las gracias sentimos en nuestro corazón un revolotear sencillo de jilgueros, el lento fluir de un río cristalino que nos lleva en su cauce alegre, amable, tierno.