Nunca he estado en La Moncloa. Solo he visto banderas entre copas de árboles. Este sobrio palacio madrileño, símbolo de poder al día de hoy, sede presidencial del Gobierno de España, es también residencia oficial, desde 1977, del presidente del Gobierno y su familia. El palacio forma parte del complejo de la Moncloa, conjunto de edificios destinados a tareas propias de gobernar. No sé si fue la prensa, un presidente, algún ministro o asesor el que lo bautizó, el caso es que ese complejo de la Moncloa se asocia con una maldición que transformará la personalidad del que lo habita y de su camarilla de allegados.

Esa histórica huerta, que Franco decretó como posada de los Jefes de Estado visitantes, no ha causado entusiasmo a ningún presidente ni a sus correspondientes cónyuges, a pesar de los enormes cambios realizados por entendidos y arquitectos. Da la impresión de que vivir allí lleva impregnada la provisionalidad, el frio de lo demasiado oficial, la letalidad del poder. Es como si los sucesivos presidentes y sus familias fueran unos muebles más: saben que allí están viviendo de prestado y que, tarde o temprano, los acabarán cambiando. Además, una parte importante de las reformas e innovaciones hechas serán modificadas –a veces con vehemencia-- por los siguientes inquilinos. Y es que queramos o no el complejo de la Moncloa, con el palacio residencia incluido, no deja de ser un enorme despacho con escasez de alma.

Quizás por eso González, que metaforizó «la casa» como «una tarta de nata montada con toques de purpurina», hizo construir en sus proximidades un pabellón, bastante funcional, para los Consejos de Ministros y oficinas de trabajo del presidente y de sus colaboradores más cercanos, dejando el palacio como despacho oficial y residencia. Separó, en la medida de lo posible, el trabajo del hogar, pero el complejo de la Moncloa seguía estando allí. Quizás por la misma razón, Rajoy y Elvira valoraron la posibilidad de permanecer en su vivienda-dúplex de Aravaca: no querían verse afectados por el síndrome que parece causar vivir en la mansión que, en el s. XVII, levantó don Gaspar de Haro, Marqués de El Carpio: A la compleja tarea de gobernar se unen cierto ensimismamiento, soledad y la incomunicación de sus ocupantes.

La casa tiene también curiosas opiniones y detalles de calidez combinados con matices de humanidad: allí los hijos de Adolfo Suárez disfrutaron de las ruinas de las cocinas subterráneas construidas por los duques de Alba; Leopoldo Calvo–Sotelo, competente pianista, rescató en la tercera planta una salita para instalar su instrumento preferido; Sonsoles Espinosa, esposa de Rodríguez Zapatero, hizo lo imposible por conjugar lo antiguo y lo moderno consiguiendo un ambiente ecléctico estilo Bauhaus. De todas formas su predecesora, Ana Botella, tras algunos trabajos, era de la opinión que la Moncloa «es inhabitable para una familia normal». De Pedro Sánchez y Begoña sabemos que su primera decisión al llegar a la Moncloa fue el cambio de colchón y de pintura de la habitación destinada a dormitorio conyugal.

Llegado este punto y a tenor de los problemas y dificultades que el Gobierno de Pedro Sánchez atraviesa, la leyenda de la Moncloa renace como amenaza y conduce a preguntamos: ¿Está Sánchez y su gobierno bajo el síndrome de la Moncloa o lo tenía antes de llegar a ella? ¿Es contagioso este síndrome y terminará afectando a todo el complejo? ¿Es Pedro Sánchez el origen o es su legión de asesores?

Ocurre que los inquilinos del palacio desprecian las opiniones de colaboradores, afines y gente de la calle. Su privilegiada información y el desaforado marketing les aisla y se sienten incomprendidos. Esta venenosa soledad les puede volver imprudentes y soberbios con tintes de caudillaje. «La Moncloa» también pudiera ser agente desencadenante de ciertos indicios iniciales, al afectar a unos más que a otros. David Owen (2010), neurólogo y político, fue de los primeros en diagnosticar este tipo de conductas.

¿Deben entonces los presidentes de gobierno seguir viviendo en sus hogares habituales para no distanciarse de los problemas de la gente de la calle? Posiblemente mejorarían su comunicación y disminuiría su soledad, aunque seguramente la causa sea el ejercicio del poder y no tenga mucho que ver con el edificio. De todas formas, padecer el síndrome de la Moncloa siempre apunta un cambio de Gobierno. Solo un esclavo que recordara la mortalidad del líder sería capaz de evitarlo. No parece ser este el caso.

*Profesor jubilado