Lo esencial es invisible a los ojos», escribió Antoine de Saint-Exupéry, ignorando provocativamente al salmorejo. Magma frío. Crema odiseica. Tu sabor es elevado, tu corazón triturado explota en rosicler. Minipimer. Pan de telera. La abuela abanicándose con un paipái de mimbre. El sofá de escay. El ventilador Taurus de aspas marrones, las persianas gachas, los niños buscando el frescor del suelo, apoyando su espalda suave sobre las baldosas de terrazo. Y una fuente llena de ti, fruto sacrificado para el júbilo familiar. Bacantes sombrías. Los veranos son cementerios de expectativas y cunas de intrascendencia. Todo amor se ancla en junio, todo desamor es espuma de septiembre. «Salmorejo, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Sal-mo-re-jo: la punta de la lengua emprende un viaje de cuatro pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el cuarto, en el borde de los dientes. Sal. Mo. Re. Jo». Tomate, ajo y aceite. Moiras de mi infancia. El hilo tiembla pero no se quiebra, como los juncos negros que crecen a orillas del Leteo.

El salmorejo es atávico. Nació en la penumbra. Se machacaban alimentos contra las piedras. Se mezclaban. Se llevaban a la boca con las yemas. También la familia es fuerza contra la roca. Los hijos, sus amores impredecibles, su vastedad mamífera y tierna. Mis pequeños chuperretean sus cucharas, pescan taquitos de jamón y reflotan el huevo picado en sus cuencos. La vida es un majado de terrores y esperanza. Cada invierno lo es a su manera, pero los veranos siempre son el mismo verano. Un precipicio caluroso. Un merecido descanso que no merecemos y en el que jamás hemos descansado. El verano de Avidesa. El verano de las Eurocopas. Teles culonas. Meyba y rodillas desolladas. No sé si el pasado me da cobijo o me condena a la intemperie. Mi madre sigue haciendo salmorejo pero ya no es aquel que yo sacaba de la nevera y llevaba a la mesa tan niño, tan serio, tan ceremonial. Con la familia en torno al tablero circular, como una sesión de espiritismo, casi con las manos cogidas, contándonos la mañana. Sus trabajos, la piscina, el partido en la plazoleta, las riñas con mi hermana, las colas del supermercado. Y luego la tajada de sandía, con su carne ruborizada, y las largas siestas. Y así un día tras otro día mientras el tiempo se amarilleaba como las plantas en el alfeizar y la pintura del enrejado y las mejillas de mamá y mis ganas de comerme el mundo y el pan que sobró, que se endurece y muere en la talega. La familia es una suerte de resistencia. Cualquier familia. También las familias que ni lo parecen ni lo pretenden, que huyen del corsé de los vocingleros y los reaccionarios de camisa hawaiana y adidas Gazelle. La modernidad es adelantarse al futuro desdeñando el presente idealizando un tiempo que no recordamos. Canciones de verano, academias de baile, vasos de plástico en la verbena. Hay a quien le tira la sangre, a mí me tira el salmorejo. El pan compartido. La incertidumbre que aliviamos en los descamisados almuerzos. Desde que soy padre vivo encorvado como un signo de interrogación perpetuo. Siempre arrojado contra mí mismo. Siempre dudando entre severidad y blandura, entre organización y caos, entre dispararnos con pistolas de plástico o hacer yoga con El Monstruo de Colores. Uno nunca sabe y cuando no hay un camino, mira dentro de sí, en el manual intestino de lo que tuve, para seguir con el viaje. Entre el bolso de Louis Vuitton y la palmadita en la espalda debe haber un término medio. Le pido a Fidel que me mire a los ojos cuando habla. Es un niño melancólico y huidizo. También paciente, cariñoso y ordenado. Mauro, sin embargo, es eléctrico. Le gusta ser el centro de atención y que riamos con sus ocurrencias. Pero ay su genio, el capricho domina su vida. Quiere una cosa y la contraria a la vez y con el mismo ahínco. Yo me siento en una hamaquita del Ikea y les observo como un ornitólogo mientras juegan; silencioso y paciente, consciente de la fragilidad de la tarde, de su repentino vuelo. Hay amores embrollados y ardientes como estrellas.

Este verano aprenderé a hacer salmorejo, esa sopa telúrica. Estamos condenados a repetir la historia. María lo hace muy rico, pero quiero protagonizar el desastre. Los salpicones en la encimera, la radio sonando sola en la cocina. Lo soso, lo acuoso, lo insípido. Los veranos siempre han sido remedos de mi niñez. Hasta de adulto encontré el esqueleto diminuto de lo que fui entre las carnes soleadas. Ahora los veranos son mis hijos en calzoncillos sentados en la mesa para el almuerzo del domingo. Os quiero, animales párvulos del estío, con el salmorejo derramándose sobre vuestras barbillas redondas, deslizándose en un Niágara de fuego frío por vuestro pecho. La familia sabe a ajo y a pan y a luminosos y fofos rubíes. La familia es lo que sucede en las afueras de un salmorejo hecho con cariño.