En tiempos recios de incertidumbres y grandes retos como los que vivimos, cuando las dificultades parecen agigantarse en tantos escenarios, sobresalen siempre personas comprometidas que nos sirven de estímulo y ejemplo. Digo esto, porque tirando de efemérides, en estos días de junio celebramos la llegada a nuestra ciudad de dos personas que marcarían para siempre y para bien, de formas muy diversas, la vida de miles de familias dejando una profunda huella entre nosotros.

Se cumple esta semana el 75 aniversario de la llegada a Córdoba como obispo, del fraile dominico Fray Albino en el año 1946. Y al margen de creencias, la Córdoba empobrecida y diezmada de entonces, cuya situación se agravó con las inundaciones del río Guadalquivir del año siguiente, encontró en la figura de este asturiano de 65 años, licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras, un revulsivo y una esperanza que, sin esperarlo, supuso una transformación de la ciudad en los 12 años de su presencia entre nosotros. Fray Albino recorrió los barrios más pobres, atendió a las familias y terminó con miles de chozas en las que malvivían muchos paisanos. Creó casi 5.000 viviendas sociales dando forma al Campo de la Verdad y la barriada de Cañero, dotándolos no solo de iglesias, sino también de numerosos colegios, cines como el Séneca y el Osio, asociaciones deportivas y otras dotaciones como el Estadio San Eulogio. Puso en marcha varios patronatos destinados a los más desvalidos, a la enseñanza y a la formación profesional, creo un semanario de comunicación, introdujo las Cáritas parroquiales y se trajo las Hermandades del Trabajo que otro dominico, Carlos Romero, extendió después con su formación, asesoramiento y actividades a tantos cordobeses. Su legado fue tan extenso, que recibió numerosas distinciones como la Gran Cruz de Beneficiencia, la de San Raimundo de Peñafort o la de Alfonso X el Sabio entre otras. Córdoba lo reconoció y nombró como Hijo Adoptivo, siendo la única persona que además de avenida, tiene dos monumentos en la ciudad.

Otra presencia ilustre, pero mucho más fugaz, que coincidió con la anterior en el tiempo, fue la llegada del escocés Alexander Fleming, tres años después de recibir el premio Nobel de Medicina, el 9 de junio de 1948. La ciudad se volcó a la calle para agasajar al descubridor de la penicilina, que tuvo una amplia recepción y almuerzo en el Círculo de la Amistad entre otras visitas, en una ciudad provinciana y sumida en el subdesarrollo.

Al final, todo ello me sirve de pretexto y reflexión y me lleva a la conclusión del poder de la convicción y la determinación de la voluntad humana, en que las soluciones a muchos de nuestros problemas surgirán de personas de entre nosotros, del esfuerzo colectivo de la sociedad civil, y de tantas aportaciones y sacrificios anónimos la mayoría de las veces. Nos desayunamos cada día con declaraciones y estrategias, con ofensas que cuestionan la convivencia y que nos enturbian el ánimo, con problemas que no encuentran respuestas desde las máximas responsabilidades de la gestión pública. La respuesta no está en ocasiones en los boletines oficiales o en las resoluciones administrativas por importantes que sean. Es la sociedad civil, la que acoge, la que impulsa, la que transforma, la que demanda, la que tiene que sentirse protagonista absoluta de su destino, la que en lugar de lamentaciones debe movilizarse desde cada puesto de trabajo, desde cada responsabilidad para construir alternativas y ejemplos en los que mirarnos, como estas dos personas y muchas otras, que fueron parte de nuestras vidas.