El hombre que confundió a su mujer con un sombrero es uno de los libros mejor titulados que hay en mi biblioteca y fue el motivo de que lo comprara siendo adolescente, pues ni siquiera sabía entonces quién era su autor, Oliver Sacks. Ese fue el gancho, pero el libro me encantó, por eso me viene siempre a la mente cuando leo títulos y titulares que buscan el clic y solo el clic, pues atraer al lector siempre ha sido un objetivo y se puede lograr sin mentir y sin perder la dignidad.

Ese título de Sacks está tomado de uno de los historiales médicos que recogen aquellas páginas firmadas por el neurólogo fallecido en 2015. Su paciente era un músico con agnosia, una incapacidad del cerebro para asimilar estímulos sensoriales. En su caso, una de tipo visual que le impedía interpretar correctamente lo que veía: por eso podía describir los detalles de una fotografía pero no el conjunto de lo que mostraba; confundía su pie con su zapato o agarraba la cabeza de su esposa para ponérsela creyendo que era un sombrero.

Hace dos años, me di el gustazo de entrevistar para Vanity Fair a la ‘culpable’ de ese título: Mary Kay Wilmers, editora de Oliver Sacks y propietaria de la London Review of Books, donde se publicó por primera vez ese historial médico que daría lugar a un libro que acabó siendo un superventas en medio mundo.

Toda esa historia volvió a mi vida hace unos días.

Era sábado, casi domingo. El Festival de Flamenco que organiza el Centro Cultural Antonio Machado en la localidad de Esch-sur-Alzette me llevó hasta Luxemburgo, y hasta el coche de Edel, una desconocida con la que descubrí que teníamos en común un amigo y una ciudad, Barcelona, a la que ella había vuelto hacía un mes para enterrar a su padre. «Es traductor», dijo en presente y llamó mi atención. «¿Cómo se llama tu padre?», le pregunté en el mismo tiempo verbal que ella empleó y al replicar «José Manuel Álvarez-Flórez» comenzó mi insomnio.

Al llegar a la habitación hice dos cosas: buscar obituarios e intentar recordar cuántas traducciones de Álvarez-Flórez tengo en casa. De lo primero, nada. De lo segundo, sabía que muchas, pero no imaginé que tantas. Está El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, por supuesto, que tradujo para el editor Mario Muchnik aunque luego entró en el catálogo de Anagrama, sello para el que tradujo otro de los libros que de chavala yo compré, como el de Sacks, atraída por el título: La conjura de los necios, de John Kennedy Toole.

Se lo conté a Edel al día siguiente y así supe que fue ella quien pasó el libro de Sacks a máquina para su padre, cuyo nombre es uno de los que más veces aparece en mi biblioteca anglosajona junto al de Salvador Oliva, por ejemplo, primoroso y concienzudo traductor al catalán de William Shakespeare.

No conocí nunca a José Manuel, pero por él pude leer a Scott Fitgerald, John Steinbeck, Edgar Allan Poe o William Faulkner pues cuando fui adolescente, no solo era pobre mi cartera, también mi inglés. Conocer a William S. Burroughs, Truman Capote o Tom Wolfe en edición de bolsillo y en español fue un salto como lectora que no habría podido dar sin el padre de Edel.

El catálogo de Álvarez-Flórez contiene más de 300 títulos según dice el archivo del ISBN e incluye muchos nombres que nos han acercado a la literatura anglosajona: Anthony Burgess, Saul Bellow, Sinclair Lewis… Algunos de sus trabajos los realizó a cuatro manos con su pareja: Ángela Pérez, también traductora y hoy su viuda con quien trasladó al español El país del dragón, obra chiquita y rotunda de Tenesse Williams y algunos títulos de Stephen King.

Se valora poco el trabajo de quien traduce. Por eso me decía un profesor de la materia que ninguno de sus alumnos podrá vivir de la traducción literaria a no ser que la alterne con la traducción de instrucciones para programar mandos a distancia. A veces ese aprecio no lo tiene ni el sello editorial que pide sus servicios y les pagan mal, o nunca o hacen el encargo sin contrato, dejando sin derechos de autor al traductor.

Me da que también eso es confundir al traductor con un sombrero: ver en él solo el peaje, no el puente que representa y que te transporta a un mundo que no es el tuyo donde se habla un idioma que no conoces. Nos pasa también a lectoras y periodistas al no fijarnos o no nombrarlos ni en un breve. Para paliarlo un poco, empecé este artículo y junté los títulos que tengo (y también le pertenecen) a José Manuel Álvarez-Flórez: 43, un altarcito para el padre de Edel.

*Periodista y jefa de Actualidad en Vanity Fair