Me confieso un melómano empedernido. En mi novela Éxito relaté cómo esa grande musique, que llaman los franceses, es probablemente el arte más honesto y auténtico que nos queda.

El esfuerzo incansable de los intérpretes, repitiendo en sus ensayos hasta la extenuación una misma nota solo para producir un efecto mágico en el momento del concierto: un momento que para mí tantas veces se ha transformado en el síndrome de Stendhal, por ejemplo en ese impresionante templo de la música que es el Auditorio Nacional de Música de Madrid, cuya ausencia siento profundamente en mi vida por motivos del dichoso virus, y en el que he disfrutado momentos irrepetibles de belleza.

Y confieso que ese gusto por la buena música, que me ha creado un superoído, se lo debo a Radio Clásica, antes Radio 2, que llevo oyendo toda la jornada que puedo durante todo los días del año, bien sea para prestar atención a una buena pieza, o bien como acompañamiento de fondo en mi trabajo. Así lo hago desde 1971.

La labor que Radio Clásica ha desarrollado divulgando cultura de calidad para el gran público creo que desde 1965 es algo impagable. Un poderoso ejemplo de lo que debe ser la cultura: al alcance de todos, pero sin minimizar su categoría estética.

Grandes musicólogos han pasado por sus micrófonos, como José Luis Pérez de Arteaga y ahora Sergio Pagán. Y tantos y tantos otros.

Recuerdo que en mis antes numerosos viajes al extranjero, sintonizaba emisoras semejantes de música clásica, y no encontraba nada parecido a Radio Clásica en calidad, porque sus musicólogos nos enseñaron a valorar piezas de música nada tópicas, nada habituales.

Hoy, incluso la programación de la BBC3 o France Musique, no es comparable a la antigua programación que retransmitía Radio Clásica.

Creo que la transformación de la cultura, desde los años 70, ha impuesto la audición de música en breves períodos de tres minutos, que es lo que dura una canción rock. O fragmentos de obras en un movimiento. O música de cine, que es el único recurso que ha quedado a los compositores de música clásica actual para sobrevivir.

Pero todo ello es trivial. Nada que ver con la profundidad del arte auténtico de la gran música clásica.

Siempre he enseñado a mis alumnos de Literatura que la clave para comprender a un autor es adaptarse al tempo de su escritura, identificarse con ese tiempo peculiar de su época. Ahora en Radio Clásica masacran las piezas, aislando movimientos fuera de contexto, impidiendo el efecto perfectamente intencionado del músico, que quiere expresarse en una obra de varios movimientos.

Y Radio Clásica se muere.

Es probable que los nuevos modos de oír música, por ejemplo en streaming, tengan que ver con ello. Pero lo cierto es que en Radio Clásica ya no hay apenas música clásica, salvo algún momento memorable y puntual en la tarde, con la retransmisión de conciertos en directo, o en las retransmisiones de la Orqueta Nacional de España en fin de semana, que es lo más valioso que aporta esta emisora.

Ahora nuestra cultura, también -¡ay!- nuestra política, se ha convertido en una tertulia. Y en Radio Clásica no hay música clásica apenas, sino unas largas y aburridas peroratas de palabrería insoportable, y de personas que te largan su currículo sin venir a cuento, o entrevistas y cotilleos culturales.

Ignoro si ello se debe a un tema económico de derechos de autor de intérpretes, pero en ese caso el Ministerio de Cultura debería apoyar más económicamente a esta emisora.

Creo que la labor impagable que hacía antes Radio Clásica, haciéndonos soñar durante todo el día con maravillosas obras, muchas de ellas distintas de las de gran repertorio, no debería perderse en la vulgaridad de los tiempos que ahora vivimos.

Creo que la función de Radio Clásica debe consistir en seleccionar buenas piezas completas de música, y comentarlas de modo breve y atinado.

Tal vez todo esto que escribo pueda parecer un asunto menor, pero para mí es un síntoma. Algo de lo que se están defendiendo hace tiempo los franceses, frente a la invasión de los modos que nos vienen de USA, por más que también tengan aspectos admirables en ciencia y tecnología, no en cultura.

Quizás es que, como vi en mi novela citada al principio, el arte ahora se ha convertido en mero entretenimiento, en lo que llamé el Tiempo de la Impostura. Tenemos en el siglo XXI una maravillosa ciencia y una maravillosa tecnología… y una cultura que ya denominé como cultura para tontos: una pseudocultura trivial, que también afecta a las artes plásticas y a las literarias.

Porque, si nos descuidamos toda nuestra vida cultural y la política, va a constituir simplemente en una tertulia de Sálvame de Luxe o en un reality show.

Y porque, si no defendemos la verdadera cultura, estamos abocados a la manipulación ideológica y a la barbarie.

*Catedrático de Universidad y escritor